El blanco, lo que aún está por definir…
DIGRESIÓN CINCO. Sparrows (Gorriones) 2015. Islandia Guión y dirección: Rúnar Rúnarsson. Intérpretes: Atli Oskar, Ingvar Fjalarsson, Eggert Sigurosson, Kristbjörg Kjeld, Rade Serbedzija. (2015 Festival de San Sebastián: Concha de Oro, mejor película). Comienza con unas espléndidas y muy espirituales imágenes de un coro de adolescentes con túnicas blancas interpretando bellas canciones religiosas, supongo. El protagonista, Ari, vive con su madre en el mejor de los mundos posibles, a juzgar por cómo lo echa de menos cuando se ve arrojado de ese ambiente nimbado de algodonosas nubes, para llegar a un pequeño pueblo costero, duro, áspero, donde predomina la brutalidad, el alcohol y el frío, en todos los sentidos. Allí tiene que recomenzar a vivir con un padre desatento y fracasado. Los críos de ese pueblo, con los que se ve obligado a convivir son tan salvajes como los adultos, y ya se adivina en ellos un futuro penumbroso y desesperado. Allí, en los remotos fiordos de Islandia, el dulce y espiritual Ari tendrá que intentar relacionarse con un mundo que le es ajeno y en el que no encuentra comprensión, salvo en su abuela, una mujer cariñosa de fuerte personalidad. La película cuenta con tempo pausado y reflexivo la epifanía de este muchacho, atónito y acobardado, que se eleva gracias al asidero de un conmovedor amor hacia una dulce chica de su pandilla. La historia tarda en entregar sus esencias pero, poco a poco, el chico crece y crece y llegamos a una última parte plena de textura e intensidad emocional, creíble y vibrante. Película de apariencia menor que no lo es en absoluto.
Estas son sus caras. Son rostros todavía tiernos: aún la vida no ha pasado por ellos con toda su furia, pero ya intentan dirigirlos hacia un futuro previsible y a una «madurez» que todavía no les es necesaria. No se merecen esa manipulación, todavía no. Quizá alguien pueda decir que es educación, pero no, no deberían ser tan falaces, eso no es educación, es, simplemente, una odiosa perversión. Dependerá de esos chicos quitarse los hábitos (o como se llamen) y confeccionarse los suyos, con el diseño, colores y texturas propias. Agradezco infinitamente a mis mayores, mis padres, que nunca me impusieran, y ni siquiera me sugirieran, de qué color tenía que vestir mi alma. La responsabilidad de mi irresponsabilidad es enteramente mía.
Como decía ayer, todo el mundo tiende a arrimarse a los suyos: por actividades, sexo, sexualidad, aficiones o manías. Si no compartes tus inclinaciones con otros, a ser posible con gente que tenga el mismo color de camiseta, o de alma, no eres nadie. La cuestión es: si no tienes uniforme, ni apareces en los medios de comunicación, ni sabes hacer nada en especial y además te importan una mierda los colores, las pandillas, los himnos y las adhesiones incondicionales, pues quizá estés desenfocado o seas un firme candidato al solipsismo feliz (si eso es posible). Estos chicos, muy jóvenes todavía, ya pertenecen a un grupo, lo que me hace pensar que se han precipitado un poco al elegir una dirección para su vida (al menos momentáneamente, no hay que descreer del todo de la lucidez humana). Quizá sus mayores deberían protegerles un poco de creencias indemostrables y señalarles paisajes más abiertos a su natural curiosidad (supongo). Estas son sus espaldas y si siguen en esa perversa partida, sobre ellas tendrán que cargar estrecheces, pesos descomunales, direcciones únicas, pensamientos planos, negaciones e imperativos sofocantes. Tendrán que creer, obligatoriamente, y si por el contrario no hacen caso, y se adentran emocionados por los territorios desconocidos de las preguntas sin respuesta, si se dejan arrastrar por la lucidez de la duda, lo pagarán caro; serán estigmatizados y excluidos del grupo despectivamente.