El cuerpo largo, o las edades del hombre…
Mi hijo, el niño, aprendió a andar entre las piedras de alrededor de la casa. A veces se perdía. Nuestra perra, Cuca, le protegía y nos avisaba de dónde estaba, colocándose en lo alto de la piedra bajo la que se había quedado dormido. Yo, a veces, cogía una culebra me la metía entre la camisa y se la llevaba como un regalo para que jugara. Se entretenía con ellas hasta que una le mordió; la maté con rabia sacudiéndola como si fuera un látigo y no le llevé más. A medida que iba creciendo, se impacientaba cada vez más por vivir allí; le gustaba jugar con otros niños y no había ninguno cerca. Preguntaba constantemente qué podía hacer para no aburrirse, utilizaba a Cuca como compañera de los juegos que ideaba. La perra se cansaba de sus cosas y se escondía, aunque siempre estaba pendiente de él. A veces me lo llevaba a cazar palomas o de espera de conejos al atardecer, pero no le gustaba, se aburría y enseguida empezaba a protestar, con lo que espantaba la caza.
…Después de unos días deseando ver la revelación (no recuerdo cuantos), finalmente me entregaron la ansiada copia, la miré intensamente buscando las claves de mi singularidad, pero no, allí no había nada de lo que yo deseaba encontrar, de lo que estaba seguro que aparecería. No me reconocí (aún dudo de que el tipo de la fotografía fuera yo, aunque la vestimenta era la que llevaba aquel día). La puesta en escena, tan misteriosa, aunque fugaz, había hecho que me confundiera. La decepción arrasó todas mis ilusiones y la triste copia en blanco y negro, de trece por dieciocho centímetros, fue a parar al cajón de los objetos olvidables. No, en esa fotografía aparecía un individuo de cartón piedra, no había ni vida, ni sombra, ni nada…
Había algo en ti que me inquietaba poderosamente y me producía un gran respeto: tu ensimismamiento, tu imagen silenciosa sentado a la mesa fumando cigarro tras cigarro, tu mirada y lo difícil que resultaba sostenerla, tu actitud indefensa cuando te avergonzabas ante mí por haber bebido y te refugiabas en tu habitación. Provocabas en mí una mezcla de sensaciones que no podía concretar pero que me impresionaban. Quizá fuiste un hombre movido por resortes muy puros, sin mezclas, y por eso causabas esa impresión en mi y en los demás. Presumías de ser una persona intuitiva y perspicaz, no llegaba a creérmelo porque siempre fuiste un poco vanidoso. Sin embargo, en ocasiones, sin hablar conmigo, intuías que algo me pasaba o preocupaba (mi madre me contaba que se lo habías dicho) y cuando acertabas, que era casi siempre, me sentía desconcertado y vulnerable ante ti. Puedo entender perfectamente que viste la muerte, tu estabas facultado para ello, y me asombra con la sobriedad que la esperaste. Todavía recuerdo cuando me lo contaste, estábamos sentados los dos al anochecer en un banco al lado de la casa y me lo dijiste con toda naturalidad, como si hubieras visto a alguien conocido sin importancia.
«…El ser humano intenta, durante toda su vida, salvaguardar y mantener en su interior esos secretos insignificantes, con un sentimiento de devoción fervorosa, crispada y demente, sin que ello tenga sentido alguno, puesto que acabará por descubrirse -en el momento de la muerte o incluso antes- que no había ningún secreto…» Sándor Márai.
Otro secreto sin importancia: fui fumador. Un rasgo de mi cobardía adolescente consistió en que mi madre, que veía muy mal que pudiera fumar (la pobre sufría mucho con los vicios de mi padre -fumar y beber- que le llevaron a la tumba, prematuramente, a los 51 años), me dijo que no debía fumar y obedecí (me habían dicho lo bueno que era y tenía que cumplir con mi papel). Empecé a los veinticinco años casi como un gesto de rebeldía transgresora que hizo que me sintiera valiente y que mi autoestima subiera un poquito «que tontito era pepito». Fumé hasta los cuarenta años, quince más o menos. Hace mucho tiempo que lo dejé y ya no me acuerdo con deseo; sin embargo, todavía saboreo el inmenso placer que me producía. Momentos disfrutados con un cigarro en la mano: matar el tiempo en el campo esperando que una nube molesta se apartara y me permitiera hacer la fotografía que esperaba; interminables horas de laboratorio oliendo la inigualable y penetrante mezcla de tabaco y químicos fotográficos; amigos, charlas y copas; deambular solo por bares en los momentos en que se escenifican las ceremonias del amor, cuando casi siempre conseguía desear a alguna mujer que solía estar algo alejada y generalmente con otro; pero al menos a mi me quedaban las copas al calor de la música fumando, siempre fumando, porque así todo era más leve. También el cigarro saboreado despacio en la cama, los domingos por la tarde, junto a la amiga amante del momento. Mis años de fumador coincidieron con los más frívolos y soportablemente desesperados: hubo risas, algo de aventura, suficiente sexo (si es que esa medida existe) y cigarros, muchos, consumidos con placer.
Poder fumar es una bendición -dijo aspirando el humo con delectación. Herbert George Wells
ESCRITO EN MI DIARIO, HACE 18 AÑOS: Esta mañana pensaba en una frase de Julia Kristeva «quién no está enamorado, escribe, o se psicoanaliza, está muerto» Yo no hago ninguna de las tres cosas, así que…al menos tengo la fotografía.
ESCRITO EL OTRO DIA: Esta vez el tiempo me ha mejorado sensiblemente: salvo psicoanalizarme tengo lo demás…y la fotografía…y, todavía más: el mundo me importa cada vez menos.
…Carver fue un caso parecido a Bukowski: también con problemas de alcoholismo, ambos autobiográficos y geniales. Carver murió con cincuenta años y Bukowski con setenta y cuatro. Carver tranquilo y melancólico; Bukowski, furibundo, follador y pendenciero. Ambos, tienen grabada a fuego en sus caras su experiencia vital y su destino. Yo también, en este diario, soy esencialmente autobiográfico. No tengo problemas de alcoholismo, ni los derivados de una cierta genialidad, ni soy tranquilo, ni furibundo, aunque sí follador, pero desde luego no tanto como Bukowski. Sin embargo, y muy probablemente, soy bastante más misántropo que ambos juntos. En contraste con ellos, no tengo nada especial en mi rostro, y eso, casi siempre, es porque nada digno de ser escrito me ha sucedido: el encargado de pintar las huellas en las caras, debe haberse dicho: –con este tipo no pierdo el tiempo-…