Los breves momentos de fe, esperanza y confianza en el devenir de la humanidad…
El libro que estoy utilizando estos días, Diálogo con la fotografía, contiene veintiuna entrevistas a autores importantes del siglo pasado. Todos ellos han pasado gloriosamente a la historia de la fotografía; por el momento, porque algunos desaparecerán con el paso del tiempo. En su mayoría eran americanos y algunos europeos (todos han fallecido ya). Latinos, sólo uno: Manuel Álvarez Bravo. El autor más mencionado por los entrevistados es Edward Weston. Quizá, si hubiera que señalar obligadamente al fotógrafo más importante de la historia, sería él; preferencias personales aparte. También citaban con frecuencia a Alfred Stieglitz, aunque no tanto por su obra como por su papel de divulgador y gestor de obras fotográficas a través de su galería neoyorkina. Estos autores, pertenecen a otro momento de la historia de la fotografía. Ninguno conoció la era digital y su posición teórica y filosófica ante el lenguaje, seguro que es sensiblemente distinta de la actual. A ellos les entiendo muy bien; yo sigo utilizando las mismas técnicas que ellos y muy probablemente una parecida actitud ante el hecho fotográfico. «El momento siempre dictamina mi obra. Lo que yo siento, eso hago. Eso es para mí lo más importante. Todos pueden mirar, pero no siempre ven. Yo nunca calculo ni considero; veo una situación y sé que está bien, incluso si tengo que retroceder para conseguir la iluminación apropiada». André Kertész
UN DIA DE FE, ESPERANZA Y AMOR (una realidad tan lejana a mi vida e intereses como la flora y fauna de la Patagonia oriental). Sucedió el nueve de Junio de dos mil doce, en Washington DC. Estados Unidos de América. Fue un día, un solo día en el que por doquier, de la mañana a la noche, me fue dado ver a personas creyentes que hacían cosas propias de su naturaleza y espíritu. Aparentemente, las dudas no ensombrecían sus actuaciones. La esperanza y la fe, y también el amor, supongo, les sostenían firmemente. Esos valores tan «esperanzadores» no suelen estar a mi alcance. Además, por si fuera poco, no parecían personas débiles y pasivas, condenadas a un conformismo blando y desvitalizado; no, más bien, mostraban un espíritu arrojado e intrépido. Tampoco les faltaban los convenientes y monumentales iconos heroicos donde conjurar sus improbables titubeos…
Continuación de la crónica viajera que deje empantanada hace dos días: Capítulo 7. A mí me salen las cosas peor que a Muñoz Molina. Cuando él viajó recientemente en tren por Alemania, el silencio en el vagón era absoluto y sus compañeros de viaje eran personas discretas y concentradas en sus cosas, que leían apaciblemente. Yo, lo único alemán que tuve cerca en mi corto viaje de noviembre, fueron dos mujeres, delante de mí, que mantuvieron una conversación incesante en un tono excesivamente alto, en alemán, por supuesto, lo que no me permitió enterarme de nada de lo que dijeron…
…Observé que en uno de los lados de la entrada desde la calle, de superficie metálica, se reflejaban las figuras de las personas que circulaban por allí. Me dije: –parece que este efecto puede ser «artístico»- Fotografié, aunque parecía un recurso fácil y algo tonto. Detrás de mí había un chico joven que observó mi «creativa» maniobra. Portaba una bolsa y de ella sacó una cámara (parecía que llevaba alguna más). Empezó a fotografiar desde el mismo sitio que yo lo había hecho y aparentemente al mismo motivo, me dije –vaya me ha salido un discípulo espontáneo, éste si debe saber que soy un «insigne fotógrafo artista» y no como los vigilantes del Museo– Así que, para celebrarlo, me dedique a fotografiarle a él, mi único, desconocido y efímero discípulo en toda mi vida «artística»…