La laboriosidad de los Comendador…
LAS COSAS COTIDIANAS (que ni siquiera son cosas, solo inercias previsibles o imprevisibles, aunque siempre indeseables). Sospecho que la causa de la corrupción o infección, o lo que fuera, tiene que ver con estas tonterías que escribo diariamente. No sé. El caso es que, una vez que recibí el dichoso sistema operativo en un pendrive, resultó que no, que tampoco, que la respuesta del ordenador era que -no podía completar el proceso debido a un error desconocido-. Vuelta a empezar: llamadas, esperas interminables para conseguir contactar con alguna de las personas que supuestamente solucionan estos problemas (he llegado a hablar con seis o siete) y, finalmente, decidieron que lo mejor era llevarse el ordenador para intentar recuperarlo. Ahora trabajo un poco porque Naty me presta su ordenador, un ratito cada día. Veremos en qué queda esta estúpida e innecesaria pesadilla.
LAS COSAS COTIDIANAS (que ni siquiera son cosas, solo inercias previsibles o imprevisibles, aunque siempre indeseables). El tipo siguió dándome instrucciones operativas y, cuando me quise dar cuenta, el ordenador había iniciado un camino sin retorno al útero materno. No había vuelta atrás, con las operaciones que me tuteló el vándalo, el ordenador volvía al minuto cero de su vida útil. Luego, obviamente, el año y medio que habíamos compartido, todo lo que habíamos construido juntos y lo que yo había depositado cuidadosamente en sus entrañas en el inicio de nuestra historia de íntima convivencia, se había perdido irremisiblemente, al menos todo de lo que él era responsable…
LAS COSAS COTIDIANAS (que ni siquiera son cosas, solo inercias previsibles o imprevisibles, aunque siempre indeseables). El desalmado técnico no podía saber hasta qué punto yo tenía salvado el contenido de mi ordenador, pero, obviamente, eso a él le traía sin cuidado. Menos mal que, por imperativo de la tecnóloga y chica lista de la casa, Naty, periódicamente, realizo copias de seguridad en discos externos. Luego, el daño, en el mejor de los casos, consistiría en volver a instalar los programas sobre los que trabajo. A partir de esa catástrofe intenté volver a hablar con el cabeza borradora, sin conseguirlo (nunca podía ponerse). Un compañero me diagnóstico que por las razones que fueran (él no lo sabía y tampoco se sentía responsable), el sistema operativo (Windows 10), se había corrompido y había que instalarlo de nuevo. Ah, y que, además, proveerme de dicho sistema, me costaba 57,78 €, que pagué de inmediato, agobiado por el ostracismo y la incertidumbre que se me venía encima. Pero tendría que esperar unos días para recibirlo…
LAS COSAS COTIDIANAS (que ni siquiera son cosas, solo inercias previsibles o imprevisibles, aunque siempre indeseables). Una de ellas, susceptible de ser contada, sin importancia apenas: mi ordenador se ha ido a la mierda, después de tan solo quince meses. Contacté con el servicio técnico (está en garantía) y, después de una larga espera y una breve conversación con un técnico, o al menos supuse que lo era, me dijo que había que hacer un chequeo del disco duro, o algo así, pero que probablemente habría que formatearlo. Le contesté que eso suponía un riesgo de pérdida de contenidos y que necesitaba tiempo para hacer copias de seguridad, aunque creía tenerlo todo salvado…
OCHO DE ABRIL (la contabilidad vivencial). El trabajo de toma consistía en fotografiar sistemáticamente veinte años de anotaciones a lápiz que se desarrollaban meticulosamente en las paredes, desde mil novecientos cincuenta y dos hasta veintitrés años después. No habría gestos «creativos» por mi parte en ese trabajo. Solo aspiraba a que técnicamente saliera bien. La creatividad la ponía el «escriba prodigioso», no solo por ser un aplicado narrador de vicisitudes rurales, sino, también, porque su esfuerzo entrañaba un propósito narrativo exhaustivo. Tenía alma de artista. En otro contexto y tiempo habría sido capaz de contar en paredes la vida de la corte imperial de la cuarta dinastía egipcia, por ejemplo. Su afán participaba del mismo espíritu. Quiero creer. El caso es que a mí me interesaban sobremanera esas anotaciones, y no solo plásticamente. El polvo de las paredes abandonadas aún permitía saber que en esas tierras, en mil novecientos cincuenta y dos y años después cosecharon remolacha y que había una serie de personas: Victoriano, Daniel, Eugenio…que tuvieron que ver con el asunto. Y más cosas, como nitrato, amoniaco, kilos cosechados y cosas así. También cuándo llovió y cuándo no. Los datos en sí carecen de importancia, pero son esenciales y transcendentes contados de ese modo, en la pared, a lápiz. Los que habitaban en esa casa podían ver diariamente como fue la vida de la finca a lo largo de años. Me impresionaban esas leyendas en las paredes. Quizá sería un espléndido ejercicio poético y testimonial ir escribiendo nuestra vida en las paredes de las casas que habitamos. Indudablemente sería más interesante que colocar insulsas imágenes que nada dicen sobre los hechos de los que las habitan…