Diario de mi Felicidad 2.1
“… Bueno, ha llegado el momento de plantarle cara el día, jovencita…Mamá, tengo sueño y cáncer y tengo que luchar contra él… Lo sé, cariño, pero tienes que ir a clase…”. John Green. Bajo la misma estrella.
Martes, diez de junio de dos mil veinticinco
Ayer, lunes, como ya dije, salí de mi casa a las seis y media hacia el aeropuerto. Por el camino fui oyendo Memoria o caos, de Valentí Puig, quizá porque me llamó la atención el título, más por la palabra caos que por la de memoria, en la que el señor Puig evoca con una cierta resignación la pérdida de determinados usos sociales y culturales, más que por su valor en sí, porque han sido reemplazados por otros carentes de estilo y belleza; o, dicho de otro modo, un salvajismo ineducado y brutal, sin finura ni matices que están asolando el mundo, el nuestro al menos. Eso se traduce, también, en que abomina de una postmodernidad que desprecia el pasado. Su estilo es ameno, brillante en muchos momentos y pleno de sentido del humor. Para toda esa quiebra en un fluir más atemperado del devenir por causa de cambios frenéticos y embrutecedores no hay solución. Y sí, reconozco que ciertas inclementes asperezas actuales no ayudan a que los seres humanos nos relacionemos con algo más de empatía y cordialidad; pero eso ya será harto difícil.
De cualquier modo, todo lo que suponga echar de menos las supuestas mejores maneras del pasado a mí me ya me da igual. Hace ya unos días que declaré abolido hasta mi propio pasado. Solo miro hacia delante, pero tampoco al futuro, solo al presente, y cuanto más nihilista mejor.
Sobre todas esas disquisiciones del vivir en el mundo, de la mano del señor Puig, iba yo pensando mientras conducía tranquilo hacia la gran metrópoli. No sé si volveré sobre la Memoria o Caos, si lo hago será porque me agrada mucho el estilo del autor; en fin, no lo sé. Ya veré.
Llegué al aeropuerto sin contratiempos. Desayuné un bollo y un café con leche. Me sentía feliz, contento y bajo un foco de luz que solo me pertenecía a mí. Ni una sola sombra empañaba mi estado de ánimo. A mi alrededor, solo gente anónima (la mejor versión física y presente del género humano). Vería a mi hijo después de mucho tiempo (un año) y eso sería el mejor momento de todo este último, tan sórdido y estúpido, además. También a Lucía y a Jackie. Me sentía feliz esperando.
Como tardaron en llegar me dio tiempo a hablar con Armando, mi amigo-hermano y con Ángel, mi otro amigo.
Pero, además, por si fuera poco, el placer que sentí en esos momentos, paseando arriba y abajo de la sala de espera de llegadas, comencé a escuchar una novela muy recomendada por uno de mis escritores de cabecera, Haruki Murakami: Bajo la misma estrella, de John Greeen, escritor al que no conocía (no tengo más remedio que pensar que los mejores escritores del mundo son aquellos a los que yo no conozco, cosas de mi proverbial incultura).
El caso es que los primeros quince minutos de escucha me dejaron perplejo, boquiabierto, y sonriente cuando conseguí cerrar la boca. Me daba la impresión de que esta obra me haría inmensamente feliz: la disfrutaría emocionado y sonriendo y todo al mismo tiempo. Por si fuera poco, también, con un velo de tristeza, siempre tan humanamente necesaria. Dice Murakami a propósito de esta obra: «Me impactó muchísimo. El mundo que se describía en ese libro era tan real y tan irreal al mismo tiempo que sentí que mi corazón y mi alma se partían en dos”. La califica, además, de obra maestra. Para una abrumadora mayoría de millones de lectores que participan en la comunidad Goodreads, esta obra era la más conmovedora: “una historia que explora cuán exquisita y trágica puede ser la aventura de saberse vivo y querer a alguien”.
Así es como funciona el azar feliz, el bueno, el insuperable: inesperadamente, te encuentras con un titular de prensa que te llama y acudes presuroso, tiras del hilo y te encuentras con un tesoro. Quizá, en ocasiones así, la vida tenga sentido.
Se me han ido las palabras de las manos y Gabriel, Lucía y Jackie todavía no habían llegado. Sigo mañana…
La Fotografía: Mi hijo Gabriel, con diez años, en una de las playas de Matalascañas (Huelva). El primer año que viajamos juntos de vacaciones, ya sin su madre. Quince días de playa. Gabriel siempre fue un niño muy social, quizá, como hijo único que era, necesitaba del contacto con otros de su edad y eran momentos en los que se los pasaba estruendosamente bien. Yo observaba en la distancia, no le perdía de vista, pero respetando su tiempo y felicidad. Una tarde le pedí que se vistiera guapo, le tomé prisionero y me lo llevé a una zona tranquila para fotografiarle. Menos mal que no se opuso, todo lo contrario, se prestó con buen talante a mi petición y eso nos permite ahora disfrutar de fotos tan maravillosas como esta ¡qué guapo ha sido siempre mi hijo!