LOS DÍAS 72
“Amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida”. Oscar Wilde
Domingo, diecisiete de noviembre de dos mil veinticuatro
Ayer me porté muy bien (siempre lo hago). Me refiero conmigo mismo, con el mundo no es preciso, nadie lo espera.
Por la mañana hice mi ejercicio diario: salir con Mi Charlie, para caminar los dos y que la salud nos acompañe hasta el último aliento.
Luego, desayunamos, bañé a Mi Charlie y, después, comencé a realizar tareas domésticas, desde poner lavadoras hasta barrer y fregar (antes venía una mujer a realizar esas tareas, pero ya no, no tengo dinero).
A las doce he llevado a Mi Charlie con su otra dueña (cambio de guardia de la custodia compartida). He lavado el coche (estaba desatado con las operaciones de limpieza, aplicado a más no poder). A la vuelta he seguido con lo mismo. He comido, he dormido, he leído, y he seguido limpiando, por la tarde. Una locura de día.
Hasta me he duchado y todo.
Solo me ha dado tiempo a estar en el estudio una hora, que, por cierto, es lo único que me apetece y me gusta.
No había hablado con nadie. A las siete y cuarto me fui a la ciudad. Volví a las diez y media, caminando de ida y vuelta. Aunque tengo que cruzar el río, que lo tengo al lado, al centro mismo tan solo tardo quince minutos andando a mi ritmo: siempre despacio. Pero como eso es fácil y a mí me gustan las cosas difíciles, al centro no voy nunca.
Cené: ensalada de tomate y cebolla; berenjenas rebozadas y algo de charcutería; postre: piña y pistachos. Mientras, vi una película, bueno solo un poco, La espera (2023), con guion y dirección de F. Javier Gutiérrez. Potente, desasosegante, brillante puesta en escena y caracterización, con unas interpretaciones, algo afectadas pero eficaces. Además de su interés cinematográfico, la he visto porque es una historia que me traía recuerdos biográficos propios: se desarrolla en una finca apartada, el protagonista es un guarda, que vive con su mujer y su hijo (yo era el niño). Esa también fue mi historia, pero sin interés literario ni trágico.
A las doce salí de “marcha” con gorra y todo. Tomé una copa en un bar de clientes de clase baja que bailotean (estaba perfectamente ubicado, no por el baile, sino por la clase), Como no me interesaba el nada glamuroso ambiente (no me gustaba nadie), y yo a ellos tampoco (si me hubieran mirado) me largué pronto, aunque no tan pronto. La experiencia me supo a poco, así que me fui a otro bar, pero a ese solo pase y salí sin detenerme apenas.
Volví y me acosté a las dos, todo normal. A las tres y media me desperté con una crisis febril, de frío y dolor en un brazo. El miércoles me pusieron la vacuna de la gripe y la enfermera me dijo que podía sentir molestias en el brazo donde me pinchó (el izquierdo); bueno, vale, lo asumí, pero es que el brazo que me dolía era el derecho. Para morirse, tengo a mi cuerpo desorientado, ya no sabe cómo organizarse. Tomé un paracetamol con cola cao y me volví a dormir. Hoy, me he levantado como si nada.
Impresionado por mis problemas de salud de la madrugada, hoy, domingo, he decidido ni asomarme a la calle.
La Fotografía: El sábado, a las siete de la tarde, me vestí para ir a una representación teatral: una actuación del grupo de Tambores japoneses, en el palacio de congresos de la ciudad. Decía la prensa local: “Kojima acompañará en el escenario a los hermanos Kanazashi, maestros de Wadaiko, quienes crearon un nuevo concepto del tambor japonés combinando percusión y danza, en los que los hermanos brillan por su ejecución”. Eso, al parecer, es lo que vi.
Resultó vibrante, espectacular, grato y sensitivamente estruendoso (es lo que necesito) y en algunos pasajes, intimista, pleno de recogimiento y sutileza, tanto percusiva como con el acompañamiento de cuerda, flauta y danza. Gustaron mucho los japoneses en mi ciudad. Ellos querían que nosotros, los toledanos, disfrutáramos (lo dijeron), y lo consiguieron. Todo el mundo estaba muy contento y participaron acertadamente con aplausos que acompañaban los acordes de los tambores. Muy bonita la comunión de japoneses y toledanos.
Yo no reconocía a los asistentes como toledanos, me parecían raros todos. Delante de mí, un tipo bordeando la vejez (pelo y barba blanca), con cuerpo de vikingo, llevaba ocho anillos en una oreja, tres en la otra y se mostraba riente y feliz como un niño en un parque Disney; con él, una mujer que no tuvo tiempo de ir a la peluquería. Detrás, una mujer canosa y muy delgada lucía un escote pronunciadísimo y unas carnes muy blancas, transparentes; su marido o pareja o lo que fuera, no paraba de hablar sin decir nada; un niño, entre los dos, permanecía silencioso. A mi derecha, otra mujer intensa e insensatamente gorda y cetrina, medio hippy, acompañada por una niña pequeña (no supe de que iba la extraña pareja). El paisaje humano era extravagante e inaudito. A mí izquierda, la única persona con la que hablé a lo largo del día: en el descanso se dirigió a mí simpática y sonriente. Charlamos de cuanto nos gustaban los japoneses que tocaban el tambor; era una mujer de mediana edad, de ojos intensos de un azul líquido fascinante y, por si fuera poco la agradable charla, era muy graciosa. Iba acompañada de su marido (este, sin embargo, era un anodino tipo toledano a punto de dar el salto mortal a la vejez) y dos hijos jóvenes y eso era estupendo porque la familia unida por tambores japoneses permanecerá unida para siempre. Salí contento de concierto y de la extrañeza de todo lo que vi de ocho a diez de la noche, en mi ciudad.