En aquel tiempo mi vida se encontraba atascada, en una encrucijada sin salida, a saber: un trabajo que el azar me había endosado y que tenía muy poco que ver conmigo, o sí, porque nunca conseguí quitármelo de encima hasta que me dijeron que ya estaba bien y que me largara (menos mal); una buena relación de pareja que llegó prematuramente, luego estaba condenada a terminar enseguida y un hijo que afortunadamente vino pronto y a tiempo (aunque en aquel momento no sabía hasta que punto). Los hijos, si han de tenerse, es mejor que sea cuanto antes, así los sientes más cerca y te crees joven durante más tiempo (idea aparentemente paradójica, pero cierta, al menos en mi caso). En un terreno más subjetivo, un impulso «creativo» también abocado a no encontrar cauce de desarrollo (eso sí que lo sabía) y, por si fuera poco, una tendencia al pesimismo impregnado de miedo, inseguridad, cobardía, escaso sentido del humor y con un toque de orgullo paralizante. Fotográficamente no se me ocurría nada que hacer y no lo hacía y, para colmo del malestar, hacía calor, mucho calor. Así que, sin otro remedio, a la caída de la tarde, me iba a un descampado, solo, y allí desplegaba mi circo, activaba el temporizador de la cámara y me dedicaba a dar saltos circenses como éste. Luego, casi de noche, recogía mis cachivaches terapéuticos y volvía a mi casa, hasta el día siguiente. Es curioso, no hace mucho, conocí la obra de un maravilloso fotógrafo japonés, Shoji Ueda, que, treinta años antes que yo, hacía lo mismo, también en un descampado, pero quizá por motivos diferentes: él no sé, probablemente porque le divertía, y yo porque estaba deprimido y tenía calor.
7 MAYO 2006
© 1980 pepe fuentes