Desgracia. J.M.Coetzee. Un día cualquiera, a una edad sospechosa, David empieza a sentir temores; no parecen graves pero la infección ha entrado despacio y gana terreno, cada día avanza un poco, no tiene prisa porque se sabe ganadora. Ya no hay salvación para él. Un síntoma inequívoco es que la luz de sus escenarios ha empezado a oscurecerse y los personajes que le rodean se desenfocan y alejan. Sus deseos se desquician sin darse cuenta. Ya nada, o casi nada, es lo mismo. Hasta hace poco se sentía capaz en el orden con el que se protegía, pero los demás actores también juegan y lo hacen sin tenerle en cuenta. Todavía le queda un resto de omnipotencia e intenta aprovecharlo. Pobre. Es precisamente en el terreno en el que siempre se había sentido cómodo, el de los deseos libidinales, donde se queda varado. A partir de esa fatalidad el estupor toma posesión y la velocidad de la caída aumenta vertiginosamente. Qué desgracia. Los perros mueren y mueren incesantemente y para el elegido, el perro melómano y tullido, tampoco hay solución, sólo el pequeño consuelo de un abrazo de despedida. David los recoge y los hace desaparecer; ya sólo es un pobre gestor de muertes huérfanas. Tampoco Bayron en Italia puede salvarle de nada, porque ni él mismo se lo cree. La congoja y la opresión en el pecho se expanden en el momento de cerrar el libro. Desolador y bellísimo.
6 ABRIL 2007
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