Desde mi casa diviso la torre y el reloj de la estación de tren. Ese reloj ha marcado algunos «tempos» de mi vida: cuando era niño, miraba con impaciencia la hora esperando que llegara el momento de asistir a misa en la capilla de la estación, naturalmente no porque me importara la monserga del cura, sino porque procuraba colocarme al lado de las niñas del barrio que me gustaban; luego, las tardes de domingo, el reloj era un elemento muy importante en el barrio hasta que llegaban las siete menos diez, que era cuando salía el último tren con locomotora de vapor. Nada más salir el tren la estación se vaciaba y quedaba en penumbra. Algunos críos del barrio nos quedábamos un rato jugando, refugiados del frío invernal; pero nos íbamos pronto, sobrecogidos por la tristeza de la estación vacía. Ahora, miro el reloj varias veces todos los días, sigue funcionando bien y marcando mi «tempo», aunque casi no me de cuenta. Seguiremos mirándonos varias veces al día, desde siempre y hasta siempre.
22 ABRIL 2007
© 2007 pepe fuentes