(once horas). Me remito a lo que escribí, el veintisiete de enero de dos mil seis, en el blog (o impresiones; que ya ni siquiera recuerdo cómo se llama) y que irá a parar al abolido limbo: «No sé por qué, mientras exploraba y ensayaba encuadres desde mi vieja Canon A1, me acordaba de un antiguo compañero. El otro día le avisté a lo lejos, no hice por buscarle y me quedé parado mirando como se perdía detrás de una esquina. Si hubiera propiciado el encuentro no sé de qué habríamos hablado. Hace tanto tiempo que se fijaron las coordenadas de nuestra relación, que cuando nos vemos no nos aportamos nada nuevo, sólo nos cansamos un ratito, el que tardamos en cruzar los saludos de cortesía. Se llama F. y por razones de trabajo (éramos compañeros de oficina), nos conocimos cuando yo tenía diecisiete años y él, probablemente, en torno a treinta y cinco. Se ganó mi admiración y yo su consideración (creo) por razón de afinidades.»
Espero que Lucía Mae, la hija de mi hijo Gabriel y de Jackie, no tenga demasiadas afinidades (heredadas) conmigo, porque así evitará el riesgo de oscurecerse de vez en cuando; como yo. Hemos llevado a Lucía fotografías de animales como ésta.