16 JULIO 2009

Decidí reptar y meterme dentro. El interior estaba prácticamente intacto. Lo único que se me ocurrió es colocar la cámara en una tronera, como si fuera una ametralladora, e intentar sentirme defensor de la fortaleza. Claro, porque además, el papel reservado a los ocupantes de estos fortines sólo era defensivo. Deduje: -metido dentro sólo podían ocurrirme dos cosas: la mejor, que el enemigo pasara de mí y de mi estúpido y funesto caparazón, dando un rodeo para no meterse en líos, con lo cual podría quedarme allí durante años sin nada que hacer;  y la peor, que le estorbara, porque tuviera que pasar necesariamente por aquí, destruyera mi disparatada y estéril defensa y me matara. Podría eliminar a alguno de los suyos, pero me daría igual, al estar encerrado y sin movilidad, sólo tenía un destino cierto: morir. Menudo planazo-. Hay algo mucho peor y diabólico en estos estúpidos blindajes y es que te impedían el derecho a ser y actuar cobardemente: estás dentro y no puedes huir, te tienen rodeado. Para mí, cobarde por naturaleza, habría sido una tortura espantosa: al menos corriendo en dirección contraría al enemigo habría tenido una oportunidad. Mi cámara apuntó hacia los improbables enemigos y disparé incruentamente, porque sólo divisaba una retama. Este es el resultado de mi acción de guerra de esa tarde.