…Conocía a mi amigo (claro), al resto de los artistas, a pesar de ser de aquí, no. Bueno, al invitado más maduro que los demás, sí, aunque sólo un poco: puedo reconocer su aspecto físico y sé como se llama (aunque a veces se me olvida). Antes, cuando nos veíamos, nos decíamos hola o adiós. Ya no. Ambos hemos decidido desconocernos: hace unos días me encontraba parado junto a mi cámara grande sobre el trípode, en una calle de la ciudad, esperando a ver si se me ocurría algo sensato que hacer (la fotografía de hoy), y el artista maduro con frondosa barba blanca, apareció frente a mí y me dije: –de esta no me libro, porque además estoy con toda mi parafernalia-. Pero no, me equivocaba, pasó junto a mí como si mi vieja cámara grande y yo fuéramos invisibles; ni siquiera nos miró, y cuidado que eso es difícil, porque cuando la llevo a la vista hasta me abordan desconocidos para hacerme comentarios. Debió ser porque intuye que él a mí siempre me aburrió soberanamente: nunca le oí decir nada interesante (yo tampoco le dije a él nada original ni artístico, luego nuestra cuenta está saldada). Por supuesto, tampoco le saludé. Los otros cuatro no me conocen. Tampoco yo me conocía allí. Perfecto: todo resultaba equilibrado y de una pulcritud insustancial. Quizá mi ciudad sea la mejor del mundo -para mí-. También para ellos, supongo. Llevan años y años y años y años haciendo lo mismo. Tranquilamente. Yo también. Todo es inmutable y huele a rancio. Luego está el asunto espiritual (local): menuda tontería…