Este retrato me gusta mucho. Es de un hombre al que aprecio sinceramente. No sé situar o catalogar la relación que tenemos. No sería propio hablar de amistad porque esas relaciones se construyen en el primer tercio de la vida. Las posteriores se llaman de otra forma, pero no sé cómo. Estas, las tardías, a veces pueden ser gratificantes y rentables para ambas partes. Pero no se llaman amistad. Creo. No sé cómo se llaman. Además, tienen una indudable ventaja: cuando pesan un poco, se puede prescindir de ellas sin ningún problema; no como las antiguas, tan pesadas y difíciles de olvidar. En marzo de este año le propuse fotografiarle y no dudó en complacerme. Se mostró entregado y honrado de que le retratara. Aparte del hecho fotográfico, ahora, cuando nos encontramos, nos damos un sentido abrazo y nos contamos algunas bobadas sin importancia. Con este hombre, A., comparto copas y risas festivas algunos sábados muy de noche. Lo pasamos bien. Por unos pocos años no compartimos edad (él es más joven), sin embargo, sí franqueza y empatía entre nosotros. Ambos somos de extracción social humilde y no presumimos de nada. Nuestro nivel cultural es discreto (lo justo para no parecer muy lerdos), y eso nos facilita una sintonía sin disonancias. Cuando nos hablamos nos reconocemos y respetamos. A. es noble y generoso; percibo que puedo confiar en él. A. es un excelente fabulador en clave de humor, lo que nos proporciona risas a todos. Aprecio mucho a A. porque siento su consideración y porque ambos compartimos una percepción tremendamente íntima y esencial: la fugacidad del paso del tiempo, de nuestro tiempo. Nos sentimos envejecer en cada instante que pasa y, ambos, después de mirarnos perplejos e incrédulos, corremos y corremos para llegar a alguna parte antes que todo se acabe. El problema es que no sabemos hacia dónde.
4 NOVIEMBRE 2010
© 2010 pepe fuentes