Ajuste de cuentas II: Esta vez es por lo que tengo de asustado, de temeroso. Sí, siempre he sido un cobarde. Desde niño, cuando se producían situaciones violentas, peleas y todo eso, siempre procuraba inhibirme o alejarme. Tenía miedo al daño físico porque estaba seguro que los enemigos serían más fuertes. Lo cierto es que tampoco me atraía ser el vencedor pegando a alguien; solo ocurrió un par de veces, que recuerde, me sentí fatal, arrepentido e incómodo. Eso no ha cambiado. El miedo ahí sigue, pero ahora es más fácil eludirlo, porque no es normal que un tipo mayor y contenido, e incluso educado, vaya por ahí montando broncas navajeras. Esa cobardía sería anecdótica si no fuera porque es la punta del iceberg, debajo está la grande, la honda, la inmensamente perniciosa, la que marca el destino y lugar en el mundo del individuo que la sufre, y que no es otra que el miedo al fracaso, al rechazo, a la evidencia de la inferioridad. Cuando la cobardía se manifiesta artera y sibilina, que es casi siempre, suelo transformarla adoptando la «noble» forma de la soberbia dignidad. Me he engañado toda la vida con esa bobada, tan inmadura y ridícula; con el maldito, engañoso y falaz orgullo, destructor de las buenas cosas de la vida. Siempre lo he estropeado todo diciéndome: «no, no voy a «rebajarme» a pedirte o a proponerte algo, yo, un tipo tan delicado y estupendo (y frágil), no voy a someterme a tu escrutinio y así colocarme en una posición rebajada y susceptible de que me niegues. No, por dios, eso nunca». Resultado: estancamiento, aislamiento, miseria y mediocridad, entre los muchos perniciosos efectos de tan estúpida y acobardada actitud ante el hecho de vivir. Nunca he tenido ni tengo solución para eso…
5 MARZO 2014
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