…Abajo, afuera ya, en una especie de porche con columnas sobre las que se sostenía el edificio, decidí componer una fotografía con la maleta y una silla que había por allí. La hice, es ésta (y la de ayer). Recogí el equipo y, cuando lo guardaba en el maletero, apareció un gran furgón blanco, sin distintivos, del que se bajaron varios guardias civiles jóvenes con uniforme de campaña (parecían comandos en misión imposible), o al menos eso creí porque yo no sé de los distintos uniformes de las «fuerzas de seguridad del estado». Uno vino inmediatamente hasta donde me encontraba. Cuando se acercaba me dije: –verás como tienes problemas-. Cuando estaba a punto de llegar me fijé que el distintivo que llevaba en el pecho era de «verdad» o al menos lo parecía. Me preguntó qué hacía allí, y le dije que nada, que me había parado (sabía que estaba en una propiedad privada, así que no me convenía venirme arriba). También pude decirle que era un artista contemporáneo que estaba buscando mi «Camino» y que además lo había encontrado en un piso de la tercera planta, pero me pareció más prudente mantenerme «callaito». Me dijo, con tranquila naturalidad, que me tenía que ir porque ellos iban a trabajar en el edificio y no podía permanecer allí: –ahora viene el de seguridad, advirtió-, y se volvió con el resto del comando. ¡Pues qué bien, pensé! Efectivamente, el «segurata» de la fábrica cercana a la que pertenecía el sitio donde estábamos ya estaba acercándose. Me preguntó lo mismo, que qué hacía allí. Le dije que una fotografía (también podía haberle dicho que era un apóstol porque no estaba ocioso nunca, pero no creo que le hubiera gustado oír eso). Pareció darle igual, lo de la fotografía. Para no levantar suspicacias le dije que me iba de inmediato. Me contestó: –vale- y se fue. Mientras terminaba de guardar mis cosas, los del inaudito comando en surreal misión comenzaron a descargar del furgón objetos extraños que no supe qué eran (ni se me ocurrió preguntárselo). Todo resultaba absurdo y nada apostólico, ni lógico, aunque sí artístico, como Kassel, porque el edificio era una inmensa ruina. Por un momento imaginé, espantado, el shock traumático que podría habernos causado (a los agentes y a mí) habernos tropezado dentro, en la última habitación del último piso, yo con «Camino» en la mano, y ellos con una moderna arma de repetición (habría pensado que les había enviado el santo Escrivá para que no profanara su legado). No me hice más preguntas y decidí largarme a toda prisa no fuera que me viera implicado en un fuego cruzado entre buenos y malos. Creo que a ese sitio no volveré…
20 ABRIL 2014
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