DIGRESIÓN DIEZ: El largo viaje del día hacía la noche, de Eugene O´Neill. Siempre que nos acercamos al teatro lo hacemos encantados e ilusionados. El cuatro de octubre no fue una excepción, claro que no: todo apuntaba a algo más de dos horas de espectáculo teatral intenso. Pero desde el momento en el que se levantó el telón tuve un pálpito incómodo, a pesar de todos los prometedores auspicios: autor, intérpretes, crítica y la larga y exitosa historia de la obra en los escenarios. La atmósfera y la aparición de los actores me hizo sospechar que la dicha podría ensombrecerse. Y sí, la obra resultó interminable, a pesar de la intensidad de algunos momentos y de Vicky Peña, que estuvo, sencillamente, inmensa. El problema, tanto para Naty como para mí, radicó en que no conseguimos conectar con el drama que O`Neill creó y tampoco con la versión que ofrecen adaptador y director. A estas alturas de la historia de la humanidad contemporánea: los hijos, dos seres rotos por el alcohol y la desorientación; y los padres, también malogrados, por el ruido y el daño de la vida, por los sueños truncados, resultan demasiado frecuentes y previsibles como para que nos sentiéramos zarandeados. Faltaban matices y textura, o quizá solo eran palabras. Tal vez, a mediados del siglo pasado, momento de creación, esta historia resultara más convulsa, pero ahora, después de todo lo que le ha sucedido a la humanidad, no tanto, ahora ya estamos de vuelta de demasiadas cosas, sobre todo de adicciones desesperadas. O´Neill le dice a su esposa en 1941: «Te regalo esta obra de antiguo dolor, escrita con lágrimas y sangre». Sí, pero ahora el talento de O´Neill habría destilado otra sustancia, más ácida y perturbadora. No, no quiero decir que Shakespeare no tenga sentido ahora, sino que esta obra se plantea como contemporánea y ya no lo es (la textura de la decepción y la imposibilidad cambia vertiginosamente, como el signo de los tiempos). Creo que por ahí apuntó nuestra pequeña decepción. Probable y objetivamente, no tenga razón, no me extrañaría; pero sí la tengo cuando interrogo a mis sensaciones. Quizá no sea como digo, porque Mario Gas (algo blando en la composición de su personaje, me parece) con su indudable experiencia, puede que esté más cerca del alma de la obra cuando dice: «Es una tragedia moderna sobre demonios familiares, sobre unos seres que quieren quererse y entenderse, y no lo consiguen». Pero no todo es flojera, hay momentos sublimes y a todos ellos les presta su carne y su alma Mary, la madre (Vicky Peña), por ejemplo, cuando dice: «Siempre nos hemos querido y siempre nos querremos. Más vale que recordemos eso y no tratemos de remediar las cosas que no tiene remedio, las cosas que nos ha hecho la vida y que no podemos explicar ni disculpar». Hacia el final, cuando ya estábamos agotados, en los últimos momentos, aparece una Vicky Peña, espectral y etérea, flotando casi en una magnificencia interpretativa que valía por todo el resto de la historia (esa imagen se me quedó prendida en la memoria y no pude quitármela de la cabeza durante días) diciendo frases tan turbadoras y desalentadas como: «Luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante un tiempo». Después de esos oscuros y sublimes instantes, todo, por fin, estuvo bien.
P.S. Cuando salimos fuimos a un bar cercano a cenar algo y poco después llegaron Mario Gas y Vicky Peña, también Alberto Iglesias, el intérprete del hijo mayor y se sentaron a la mesa de al lado. Quizá habría estado bien felicitarles por su trabajo, no habría sobrado (o sí), pero no lo hicimos, ya los habíamos aplaudido en el teatro.
30 OCTUBRE 2014
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