DIGRESIÓN SIETE. La sesión final de FREUD, de Mark St. Germain. Intérpretes: Helio Pedregal (Freud), Eleazar Ortiz (C.S. Lewis). Siete de febrero, sábado. Ante todo la gran ilusión desde que salimos de casa siempre que vamos al teatro. Luego, ocupar las localidades, en este caso la segunda fila, a cuatro o cinco metros de donde los actores representarían la obra. Un debate, un juego dialéctico entre dos personajes que hablan de aspectos esenciales en la vida: Dios, el sexo, la vida, la muerte, la guerra (que acababa de estallar el día anterior al encuentro de ambos personajes), el suicidio, el sentido de todo. En fin, una representación en torno a las muy diferentes, al menos aparentemente, actitudes que se pueden adoptar ante los valores que nos conforman. Hora y media de inmenso placer, y no solo por la muy aceptable puesta en escena, sencilla y verosímil, sino porque, además, la interpretación de Helio Pedregal fue intensa y matizada. La de Lewis (Eleazar Ortiz) no me gustó tanto, quizá fue porque sentía las motivaciones y creencias, o más bien las incredulidades de Freud, como mías. Sin sombra de duda estaba al lado de Freud, de principio a fin. Freud se reafirmaba en su ateísmo: yo también. Hablaron de sexualidad (poco) y Freud resaltaba la inmensa importancia que tiene hasta afirmar que es el principal motor, o al menos más complejo, de las necesidades humanas: yo también creo en eso (también satisfacer el hambre pero, a fin de cuentas, es una necesidad sin misterio ni argumento). Sobre los eternos instintos brutales de poder y dominación de unos seres sobre otros (Hitler está muy presente). También hablan, o más bien discuten, sobre el derecho a terminar con la vida propia si la integridad física y la dignidad se han visto aniquiladas por la enfermedad. En fin, en cada uno de los aspectos tratados es Freud quien aporta argumentos sensatos y concluyentes (para mí, claro) mientras que Lewis resulta un individuo melifluo, relamido, previsible y sobre todo puritano y estrecho. Ya sabemos las insensatas manías de los moralistas: pretenden que los demás vivan con arreglo a unos determinados valores, los suyos, que ni siquiera han inventado ellos. Y, por si fuera poco esa necedad, no tienen ningún empacho en condenar al que se aparta de sus preceptos. Es lo que hace Lewis, un asquito de personaje. Quizá el debate se centra excesivamente sobre la existencia o no de Dios, de un Dios católico, así como si ese fuera el único posible, lo que hace la obra un tanto previsible porque ya son sabidos los argumentos a favor y en contra. Me habría interesado infinitamente más que el debate hubiera dedicado más espacio a la sexualidad y al psicoanálisis. De todos modos, el acierto de la obra es que, a pesar de que los argumentos tengan un matiz excesivamente divulgativo, la obra y posición de Freud es reconocible, mientras que Lewis no ofrece nada nuevo, nada que no sepamos por los infinitos sermones que hemos tenido que soportar del omnipresente y pesadísimo catolicismo. Dice John Gray a propósito de Freud: «Sin embargo, desde el punto de vista de Freud, sólo cuando uno ha alcanzado un cierto nivel de desapego hacia la «moral» puede decirse que uno es un individuo. Igual que Nietzsche, pero de manera más sobria, Freud imaginaba una forma de vida que estaba «por encima del bien y del mal». Uno tiene que ser un mal tipo, sacrificarse a sí mismo, trascender las normas, ser un poco traidor y comportarse como el artista que compra pinturas con el dinero de la familia de su mujer o que quema los muebles para calentar la habitación para que su modelo no pase frío. Sin una criminalidad así no se consigue nada realmente».
19 FEBRERO 2015
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