DIGRESIÓN SIETE. Les chevaux de Dieu (Los caballos de Dios) Marruecos (2012). Guión y Dirección: Nabil Ayouch. Intérpretes: Abdelhakim Rachid, Abdelilah Rachid, Hamza Souidek. Película inclemente, descarnada, auténtica. Desoladora porque en ella aparecen seres humanos cegados por la ignorancia, manipulados hasta lo insoportable. Es difícil mirar esta película sin sentir un escalofrío que te hiela la sangre. Sí, por previsible, posible e inevitable. Su naturalismo conmueve hasta el daño. Los protagonistas crecen en un barrio de chabolas marginal del que no han salido nunca. No saben lo que les pasa, no aciertan a poner palabras a su oscuridad; quizá las palabras podrían salvarles, pero no las tienen, nadie se las ha ofrecido. Nadie ha entreabierto nunca un angosto resquicio de luz que les habría permitido saber que son seres humanos con capacidad para mejorar sus vidas. Nadie les ha dado nada. Sienten un vacío cultural, emocional, espiritual y, sobre todo, afectivo que les produce un vértigo insoportable. Son seres insignificantes porque así se sienten. En ese preciso instante de agonía donde no pueden ir más allá, ni siquiera dar un paso más, llegan esos abominables seres, igualmente perdidos, pero que han encontrado un infame y falaz refugio. Tienen un grado más de inteligencia o perversión o pura maldad y, además, han encontrado sentido a su vida galopando sobre un infinito resentimiento dirigido a supuestos enemigos que no lo son. Solo ellos manejan las claves de sus enceguecidas falacias cargadas de odio. Y les acogen, y les hablan, y aparentemente les escuchan, y supuestamente les cuidan; aun sabiendo que los sacrificaran para su propia supervivencia. En el colmo del escarnio les aseguran el paraíso, y los pobres, en su desesperación, se lo creen. Los humanizan deshumanizándolos. Para ellos solo son bombas: los matarán matando a otros inocentes. Todos mueren, ellos viven ¿Cuántos imanes se han inmolado en estos años? Ninguno. Es tan fácil que asusta. Decía Chejov que un perro hambriento solo tiene fe en la carne. Los caballos huyen, los perros muerden. Ellos, los chicos a los que nadie abraza, se convierten en caballos desbocados e incontenibles. Sus perros desaparecen y parten a buscar otras almas inocentes que necesiten que les miren a los ojos y les digan que son importantes. Luego, un abrazo y una fórmula de despedida: –nos veremos en el paraíso– (si Alá así lo quiere), entran en trance y mueren. Ya está, no hay más.
7 MARZO 2016
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