EL PASEO DIARIO. Primera parte (de cuatro): Uno de Febrero, lunes. A las diez y media, junto con Charlie Brown (también conocido como El Chuchi), nos hemos acercado al sitio «Balmaseda» uno de mis –no lugares– preferidos de la ciudad. Debe ser porque está al otro lado, justamente enfrente, con el río de por medio. La niebla escondía la ciudad que solo se percibía como un bulto entre misteriosamente sugestivo y fatalmente amenazador. Los patos nadaban por la superficie del río (que es por donde suelen nadar los patos). A Balmaseda, días después de que pidiera por favor que le respetaran, en torpes e ingenuos cartelitos escritos con caligrafía incierta a lápiz sobre trozos de cartón, le rompieron los cartelitos (en el suelo aparecían rotos en mil pedazos) y se llevaron su escultura de un Quijote, que llevaba bastantes años allí, plantada, como un potente testimonio de todas las vidas abocadas al fracaso y al olvido. Era una figura hecha a martillazos, rudimentaria pero soberbia en su expresionista tosquedad. También me la han quitado a mí, que en cierto modo comparto con Balmaseda los que fueron sus afanes. Frecuentemente bajaba a ese territorio habitado por sueños y olvido y me quedaba un buen rato mirando embobado su Quijote. Fotografiaba maniáticamente la escultura siempre que llevaba la cámara. No era tanto la obra en sí como lo que representaba: el anhelo impotente de transcendencia solitaria de un hombre que también puedo ser yo, que soy yo…
18 MARZO 2016
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