ONCE DE ABRIL (la memoria, necesariamente selectiva, nos salva de perecer bajo su alta toxicidad). Era lunes y no tenía ganas de grandes aventuras. Elegí el monte que se extiende frente a la ciudad para caminar nuestras desventuras. Cuando vamos a este lugar subimos y bajamos empinados cerros. Charlie Brown lo pasa muy bien. Yo cuido de que no se pierda y de no caerme entre escabrosas subidas y bajadas. Esta mañana llevaba la vieja cámara pequeña. De vez en cuando me paraba a mitad de la ascensión y fotografiaba distraídamente lo que se divisaba alrededor, a modo de ráfagas en círculos, como si contratacara a la realidad que me asediaba. Fotografíe la ciudad, allí, a lo lejos y desde fuera, que es como mejor se ve. Dentro no hay modo, no se divisa nada de nada. O es cosa mía: efectos de la propia ceguera. No sé. El caso es que mis movimientos circulares y atolondrados de cámara me llevaron a encuadrar la fotografía de hoy. Qué contiene el azaroso encuadre: un lugar donde pasé muchos días enteros (día y noche) en el lejano año setenta y cinco del pasado siglo, vestido de soldado, con un fusil «cargado» y haciendo de centinela (así lo llamaban ellos, los militares) lo que era absolutamente absurdo porque yo no era centinela, no sabía manejar el arma que me habían dejado, ni sabía cuál era el sentido de mis vigilias. Tantas horas perdidas allí. Después de todo, a la larga, aquel tiempo inútil no ha resultado un problema importante, dado que casi todo mi tiempo ha carecido de sentido e importancia. Ahora apenas sé cómo pasaba mi tiempo en aquellas interminables guardias en este desolado lugar (al parecer el sentido era que debajo de nuestro culo había municiones, vigilábamos un polvorín que solo podía estar bajo tierra, porque en la superficie no había nada, como ahora), solo recuerdo que en las madrugadas, cuando me tocaba garita, escuchaba un pequeño transistor. Ahora se me ocurre mencionar lo que siempre tengo presente: lo próximos que han estado todos mis escenarios existenciales, todo lo que ha resultado importante en mi vida ha transcurrido en un radio de no más de quince kilómetros. Esa debe ser una de las causas de mi poquedad, aunque quizá no, porque al que llaman hijo de Dios, nada menos y sin ir más lejos, le pasó algo parecido, no se alejó mucho de donde se cree que nació (lo expreso así porque siendo hijo de Dios pudo nacer donde le diera la gana, como los de Bilbao). El día de hoy, desde luego prescindible, o no, está resultando absurdo, pero al mismo tiempo diáfano y esclarecedor de cómo han salido las cosas. Sí, la memoria y la desmemoria dejándolo todo en su sitio. «Hoy mi memoria es un millón de nombres, de personas y de cosas, casi sin personas y sin cosas». Antonio Porchia
12 MAYO 2016
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