VEINTIUNO DE ABRIL (Loches II). Cuando llegué comprobé que no es que tuvieran dos o tres perros como había pensado, había una auténtica jauría de pequeños, peludos y sucios chuchos. Al menos había entre doce y quince, unos atados y otro sueltos. Los que estaban sueltos acudieron ladrando furiosamente y rodearon a Charlie que corrió a refugiarse entre mis piernas. También tenían un corral fabricado con alambrada y cañas donde tenían gallinas. La impresión general era de campamento de refugiados (aunque no sé cómo son); nada que ver con la pulcritud de la época de mi abuelos, el señor Pepe y la señora Eulalia. El rumano, que había vuelto en coche de su trabajo en el campo antes de que yo llegara a la casa, no se acercó a mí, me dejó sin saber qué hacer. Decidí rodear las dos casas observando el estado en el que se encontraban. No llevaba la cámara, para no despertar reticencias, luego no podía fotografiar. Observé que tanto las casas, como el pequeño jardín delantero de la casa de los dueños, como el amplio espacio de tierra que circundaba las casas (en la época de mis abuelos limpio, cuidado y libre de hierbas), se encontraba repleto de malas hierbas y el jardín solo mantenía la estructura, pero con las losas de granito del suelo levantadas y sin una sola planta. Las ventanas y puertas llevaban años sin pintar y solo quedaban restos descascarillados de una pintura que parecía verde. La piscina en la que me bañaba de niño (el niño de la foto, que no sabía nadar, soy yo) ahora era un sucio agujero negro. Completé la vuelta a la casa de dos plantas y volví por el lado oeste hacia el final del recorrido…
23 MAYO 2016
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