DIGRESIÓN TRES: Reikiavik, de Juan Mayorga (historia y dirección teatral).Intérpretes: César Sarachu, Daniel Albadalejo y Elena Rayos. Ocho de mayo, sábado, Teatro de Rojas. Una historia de ganadores con alma de perdedores cuyo destino fatídicamente se cumple. Pero, eso sí, hoy aún siguen en la historia y ahí seguirán por mucho tiempo. Son Boby Fisher y Boris Spasski. Norteamericano y Ruso, o para ser más exacto, este último, en el momento en el que se desarrolla la acción, soviético. Era mil novecientos setenta y dos, momento de intensa guerra fría entre ambos países, o así se llamó. Gana el americano, Fisher, como todo el mundo sabe. Al parecer este hombre fue un ajedrecista genial (sé poco de este juego, salvo que cuando jugaba de adolescente siempre perdía, pero eso ha sido una constante en mi vida, perder y perder siempre, a todo lo que he jugado). Bueno, a lo que importa hoy, que es la soberbia obra de Mayorga: sobre el escenario, o quizá mejor tablero, se desarrolla una apasionada y teatralmente arrebatadora representación del comportamiento de unos seres atormentados, obsesionados por un juego sin fin, porque el ajedrez no lo tiene, siempre se puede ir más y más allá es ese diabólico empeño. Todo sucede en Reikiavik, una ciudad en el mundo perfecta para ese duelo, un lugar alejado de todo y con un nombre misterioso, literario y evocador de lo imposible. Mayorga desplegó un relato que penetra lúcidamente en la imposibilidad de la vida de los ganadores. También en la extrema dificultad de las inteligencias superdotadas para conseguir un mínimo equilibrio emocional. No, la extrema lucidez no facilita las cosas, me parece. Causa malestar, desasosiego. No sé el grado de equilibrio de Mayorga, lo que sí sé es que ha compuesto inteligentemente una obra de teatro perfecta en su desarrollo, en el perfil preciso de los protagonistas que aparecen como individuos plenos de auténtica y humana complejidad. Se muestran atormentados y creíbles. La obra hace daño por su belleza descarnada y exuberancia teatral y literaria. Ritmo trepidante, interpretaciones fulgurantes (las partidas, a veces, gestualmente, las representan como combates de boxeo), intercambio de papeles de los contendientes con sus ayudantes y otros personajes (por ejemplo Kissinger) oportunos, naturales, perfectos en tempo y gestualidad. Los actores, impecables. La dirección de Mayorga, también. El suspense hacia el desenlace es perfecto en dosificación y crescendo. Bien, una vez dicho todo esto nos queda lo esencial, el drama que se cierne sobre Fisher y Spasski: sus brillantes carreras de ganadores solo pueden acabar con la derrota; y no una derrota cualquiera, trivial o paródica, no, es definitiva, sin regeneración posible. Es la Derrota Total para el resto de sus días. No habrá paz para ellos. Los ganadores siempre devienen en perdedores, ya se sabe, pero en este caso lo banal por sabido va más allá y alcanza dimensiones épicas, trágicas tal vez. Como la vida de todos los héroes que en el mundo han sido. Fisher, el ganador, sabe lúcidamente lo que ha sucedido y dice al final de la obra que hay que -estar a la altura de la derrota-. No obstante, Mayorga, en la presentación del programa, enfoca la posible lectura de su obra desde la perspectiva del desdoblamiento de vidas posibles –hombres que viven las vidas de otros-. Quizá sea esa sea la interpretación más ajustada, no en vano Mayorga es el autor y quién más sabe de lo que ha querido contarnos; sin embargo, para mí, es otra cosa que ya he dicho más arriba. A fin de cuentas, si la obra dice, qué más da lo que diga, lo importante es que diga y afortunadamente dice. Un último apunte para la belleza absoluta y maldita de esta historia: Fisher murió en dos mil ocho, en Reikiavik. No podía ser en ningún otro lugar del mundo porque ya había muerto allí hacía treinta y seis años. Spasski aún vive, pero por su edad ya debería volver Reikiavik, si es que no lo ha hecho todavía.
3 JUNIO 2016
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