EL CUENTECITO DEL SIETE DE JULIO. …Después de algo más de una hora atrochando por el monte, ocurrió lo que me temía, dimos de bruces con una gran urbanización de grandes chalets de arquitecturas presuntuosas, desmesuradamente grandes, tanto como su fealdad. Adinerados y triunfadores propietarios que creen haber conquistado la modernidad gracias a montañas de ladrillos mal colocados. Lo que indudablemente sí han conseguido es desfigurar una gran extensión del agreste paisaje, tal y como yo lo recordaba. Esa transformación hacía que la localización fuera difícil, porque, además, vallas y alambradas ocupaban todos los límites. Quería comprobar si quedaban restos de la casa donde viví los únicos tres años felices de mi infancia. No sabía si seguiría en pie o habrían construido un chalet con piscina, pista de tenis y caseta para el perro. No me arredré y busqué, asomándome entre los pomposos chalets, alguna referencia que me orientara. Por fin encontré a lo lejos la muralla que circunda el monasterio y me dije, muy contento, que con un poquito de suerte encontraríamos la casa. La recordaba recostada contra la muralla de piedras y barro: un muro de tres metros de alto y medio de ancho, de unos pocos kilómetros, que subía y bajaba por pequeños cerros sin importancia. Recuerdo que uno de los juegos preferidos de los críos cuando salíamos de la escuela era subirnos al muro y tirar las piedras abajo. Nos gustaba ver como éramos capaces de desbaratar algo con suma facilidad. Eso nos hacía sentirnos poderosos, a mí al menos me pasaba. Éramos unos niños muy ocurrentes y destructivos, o tal vez deconstructivos (en versión creativa)…
27 JULIO 2016
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