EL CUENTECITO DEL SIETE DE JULIO. …No recuerdo cómo fueron mis últimos momentos en ese lugar, debió corresponder con el final del curso escolar, en mil novecientos sesenta y dos. Tampoco me acuerdo de cuánto tiempo más vivieron mis abuelos en aquel desolado cerro. Durante ese verano aún seguí en Zurraquín y en Octubre nos trasladamos a la ciudad, donde comencé en otro colegio, pero ya nada fue igual. No me adapté y comencé mis lamentables e infelices estancias en colegios en los que no aprendí nada y en los que lo pasé muy mal. Los críos con los que me fui encontrando después, durante mis inútiles cursos en esas inhóspitas clases de brutales maestros, fueron agresivos y estúpidos; no eran como los de San Bernardo, amigables y vitales hacia los que siempre he mantenido un afectuoso recuerdo (Dorote, Miguel, Luis, Gabriel…). Los años siguientes solo hubo lugar para el miedo y el asco. Después de comparar las dimensiones del antes en mi endeble memoria con lo que veía ahora, deambular y fotografiar alrededor de la casa, sin nada más que hacer allí, tocaba marcharnos. Charlie se había dedicado a correr y explorar el monte. Recorrimos algunos de los cerros cercanos, cerca de la muralla que circundaba el ahora convento y que en mi época llamaban el Palacio, donde hay una iglesia que recuerdo grande, en la que fui monaguillo. Me hace gracia recordar la excitación que sentía al estar en el altar, junto al cura, por la sencilla razón de poder ser mirado por la gente (y las niñas), y que es justamente la misma que he sentido siempre, también ahora, cincuenta años después, si me veo en una situación parecida. A mí no me ha cambiado nada desde entonces por lo que sospecho que nada cambia en nadie, así que pasen muchos años. O no, y ese fatal destino es para gente como yo. No sé.
31 JULIO 2016
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