DIGRESIÓN DIECISÉIS. El Precio, Arthur Miller. Dirección: Silvia Munt. Escenografía: Enric Planas. Intérpretes: Tristán Ulloa, Gonzalo de Castro, Eduardo Blanco, Elisabet Gelabert. El Pavón Teatro Kamikaze, veinte de octubre. Una familia americana de la primera mitad del siglo XX y sus profundos traumas. Como los de todos. La obra se desarrolla cuando esa familia está en su última fase, la de la extinción irreversible. ¿Cuándo acaba del todo una familia? ¿Qué momento, que imperceptible acto, determina el antes y el después? No es fácil saberlo porque, normalmente, es una cadena de fugaces e inextinguibles momentos, que, unidos, hacen que todo acabe. El inmenso valor de esta obra es que, Arthur Miller, nos ofrece esa ceremonia sacrificial, esa inmolación, condensada en un solo acto. Una lúcida catarsis. Después, no quedará nada. La familia (los tres integrantes) se disolverá en su fracaso: ni casa (derruirán el edificio), ni muebles (se los llevará Salomon, un tasador judío, redivivo, de otro mundo, que probablemente muera al día siguiente). Tristán Ulloa (inmenso en su papel de Víctor), el protagonista absoluto, levanta acta de su frustración sin poder echar la culpa a nadie. No hay consuelo para él, aunque todavía se defienda aferrado a un lúcido orgullo. Gonzalo de Castro, bien en el papel del antipático Walter (el hermano), brillante cirujano que también siente que se ha equivocado gravemente, pero al menos le queda la satisfacción de haber hecho lo que ha querido, a pesar de que la conciencia le atormente; va a buscar el perdón, para acallar tanta culpa, pero no lo consigue. Isabel Gelabert (correcta en el papel de Esther, mujer de Víctor), también lamenta amargamente lo que ha dejado de hacer en su vida, pero ya es tarde y tampoco habrá solución para ella. Es imposible. Nadie es inocente y nadie se va de este mundo sin pagar un precio por el hecho de haber vivido. No existe ni la más remota posibilidad de redención, de volver atrás, de rectificar. Así son las cosas y así nos las muestra un genial Miller. La obra, al menos en su aspecto más vital y lúcido, cuenta con Eduardo Blanco, genial de principio a fin en su papel del casi centenario Salomon, que en sus parlamentos sentenciosos y titubeantes a causa de su prodigiosa edad suelta verdades como martillazos. Repite con frecuencia que no ha nacido ayer y que, en su largo transcurso vital, ha conseguido aprender que la verdad no existe, y si existiera, solo causaría tristeza. También es un referente omnipresente el padre, muerto ya, por ser el desencadenante del ajuste de cuentas, por lo que hizo y por lo que no, por su fracaso, por su primario instinto de supervivencia sin atisbo de generosidad. Se parasitó en su hijo débil, como siempre ocurre en las familias, en las que siempre está presente la injusticia, como un miembro más. La escenografía de Planas es seca, dura, sin concesiones. En blanco y negro, como las crepusculares imágenes de los personajes que se proyectan al final, sobre fondo de Nueva York. Y, finalmente, Silvia Munt, que dirige una puesta en escena lúcida e intensa. La representación fue muy aplaudida. Gustó mucho (a nosotros también). Gran noche de teatro.
16 DICIEMBRE 2018
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