TRES DIAS DE AGOSTO I (día doce, lunes). El nueve de octubre de dos mil dieciséis, en este diario, dije a propósito de Carmen (la fotografía de hoy): “-…tiene ELA, una enfermedad que supone una condena irreversible a muerte en un plazo no mucho mayor de cinco años. No solo es eso, la muerte cierta, sino cómo llegará al final: la esclerosis provocará un deterioro progresivo que le dejará el cuerpo vencido, sin capacidad de movimiento y apenas funciones posibles, como caminar, comer e incluso respirar. Y lo peor, mientras el cuerpo se descompone, la inteligencia se mantiene intacta… Siempre ha sido, desde que la conocemos, bastantes años ya, una mujer vital, ávida de vivir y pasarlo bien, cariñosa, amigable, cercana. Solo hacía unos pocos días que Carmen había recibido el demoledor y mortal diagnóstico cuando nos reunimos a cenar. Carmen estuvo sentada entre Naty y yo. No hablaba, no podía; solo sonreía y sonreía, y así durante las más de dos horas que permanecimos en el restaurante. Soy incapaz de describir mis sensaciones durante todo ese tiempo. Solo sé que sufrí. Fue una cena desoladora, tristísima. Cuando Carmen elegía algo, el postre por ejemplo, me lo señalaba en la carta y sonreía, solo sonreía-“. Armando, un querido amigo, llamó para comunicarme que Carmen había muerto a media mañana después de haber estado sufriendo lo indecible en torno a tres años. Su imparable deterioro fue insoportable, no se podía mirar (nosotros no fuimos a verla en esas condiciones). Postrada en silla de ruedas, comiendo artificialmente, sin hablar y sin apenas poder respirar. A las siete y media de la tarde llegamos a un tanatorio de Madrid, abrazamos a Jose, su marido, y permanecimos allí dos horas, acordándonos de ella. Cualquier otra reflexión sobre su deterioro y muerte provocada por esta cruelísima enfermedad (mucho peor que vivir en un corredor de la muerte por una condena injusta), es innecesaria, por dolorosa e insoportable. Al parecer, según nos contaron unos amigos que la habían visto unos días antes, Carmen decía que no quería seguir viviendo en ese estado, que prefería morir lo antes posible. Sí, quizá el morir no sea tan importante sino que lo tremendo sea el cómo se llega a la muerte. A Sándor Márai le aterraba (a mí también) y cita uno de los últimos versos de Babits cuando ya agonizaba: “-Tal vez no sea gran cosa la muerte-. Tal vez. Pero morir es la mayor cosa de la vida …”. La tragedia resulta agresivamente elocuente. Al día siguiente, todos los que estábamos en el tanatorio, por mucho que lo sintiéramos, que desde luego así era, seguiremos con nuestras vidas y su recuerdo irá desvaneciéndose, salvo para los suyos (su marido y dos hijos), en los que permanecerá siempre. Ese será el destino de todos, pasto de olvido…
6 SEPTIEMBRE 2019
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