VÍSPERA DE LA NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR (mitad hombre, mitad Dios: nada menos que dos en uno, promoción estrella del milenario supermercado espiritual) y II. Interesante, aunque nada original decisión (la de dar una vuelta por calles viejas de mi tristona y previsible ciudad, de chiringuito en chiringuito). Están en las plazas, de quita y pon. Sirven bebidas (vinos y cervezas), acompañadas de raciones de paella, migas, garbanzos en salsa y, en los sitios finos (bares), hasta langostinos ponen. Las gentes salimos a tropezarnos unos con otros, animosos, aunque marchitos ya, sin pudor y con ganas de pasar un rato como si creyéramos en algo. Nos arremolinamos en torno a los improvisados tenderetes, abriéndonos hueco a codazos para conseguir abrevar lo que sea (baratijas gastronómicas). La ciudad se divide en dos zonas claramente separadas: la alta o vieja, donde nos juntamos los viejos viejos, y la baja o nueva, donde al parecer van los jóvenes jóvenes, que son muchos más, aunque eso no lo supe porque no salimos de nuestra reserva comanche: rostros apergaminados, carnes flácidas, tripas prominentes y barbas blancas. Paramos en varios chiringos donde bebimos y comimos. Finalmente llegamos al corazón de la movida (donde más gente había). Allí nos encontramos con nuestro amigo del alma y de toda la vida (Ángel), con su mujer y su nietecita. Eso estuvo bien. Pero, lo que verdaderamente fue impactante para mi maltrecho estado de ánimo, fue ver a muchos hombres viejos y mujeres viejas (atención al lenguaje inclusivo, feminista y al parecer progresista que voy adoptando poco a poco, como si la corrección lingüística estuviera definitivamente abolida). Impudorosos todos, especialmente los hombres, a saber: que el pelo blanco añade años, pues me lo dejo largo y descuidado; que la barba blanca también, pues también me la dejo; que la barriga resulta innoble y afea, pues procuro llevarla muy por delante de mis narices, ostensiblemente. ¡¡¡Qué insoportable desprecio al decoro y las buenas maneras, por Dios!!! Eso hacen. Y así todo. Yo no soy así porque aspiro a ser un dandi (que diría Manuel Vilas); para comprobarlo solo hay que esperar al diario a partir de mañana donde hablaré, con pelos y señales, de mi modesta reacción ante las devastadoras consecuencias del paso del tiempo sobre el cuerpo y el alma. Sigo con el día de la noche de la Natividad del Redentor de nuestros pecados (eso dicen desde hace dos milenios) ¿será verdad y finalmente me salvaré? No sé, seguramente no. Cuando fui joven y alternaba por los bares de la ciudad para ligar y eso, había gente a la que evitaba con uñas y dientes (ellos también a mí). Todos teníamos transcendentes razones para hacerlo. Algunos de ellos (diez o doce por lo menos), ahora forman un grupo estable de las más peregrinas actividades que solo se pueden hacer en pandilla (para no sentirse tan solos, supongo), por ejemplo, cantan y bailan en plazas y esquinas en fiestas mayores. Pues bien, estas extrañas e inverosímiles criaturas, habían hecho un corro (no sé si para que no se acercara nadie ajeno o como guerreros rodeados en un último combate) y, armados de instrumentos y hojas con las letras de los villancicos, cantaban y cantaban: “Ande, ande, ande La Marimorena”; “arre borriquito, arre burro arre”; “Campana sobre campana”, y mil memeces más. Inaudito. Así, de ese modo tan extraño y diría que anormal, han conseguido que no haya pasado ni un solo año por sus almas, aunque sí por sus cuerpos y ahí residía el fabuloso prodigio. Los observe atentamente, pero no me acerqué no fuera a ser contagiosa la manía. Seguían exactamente igual que hace cuarenta años. Luego, el que nos evitáramos sañudamente desde entonces tenía todo el sentido del mundo. Menos mal. Nos largamos de allí antes de que fuera tarde.
2 ENERO 2020
© 2019 pepe fuentes