EL BATRACIO QUE QUISO SER CANGREJO
(metáfora navideña del reino animal)
Inexorablemente, llegó el día y el momento de la verdad: veintidós de noviembre, ocho de la mañana. A la hora convenida, se presentó en el hospital acompañado por su mujer. Estaba tranquilo y animoso, como si no fuera a pasar nada, o al menos con la inconsciente convicción de que lo que pudiera pasar lo soportaría con entereza y valentía (se había crecido insensatamente). Su presencia de ánimo le extrañaba porque él sabía perfectamente que no era un hombre poderoso y ni mucho menos valiente. En los contactos previos (dos consultas) había preguntado insistentemente a la cirujana si sentiría dolor, dando a entender que si le dolería mejor lo dejaba. Claro, ella dijo que no, con mucha convicción, que nada de dolor, anestesia total (que no duele) y ya está, asunto resuelto. Cuando se cambió en la habitación del hospital no pensó en absoluto en cuánto daño podrían hacerle. Lo único que sabía es que la operación de extirparle unos cuantos años de una zona del cuerpo en la que se expresan honores arzobispales, o cuanto menos abaciales, y otras espurias y diversas noblezas, duraría varias horas. A las nueve de la mañana lo llevaron montado en una cama con ruedas por interminables pasillos hasta una especie de antesala del quirófano. Aparcaron su vehículo hospitalario en un box donde le pincharon en una vena, en el dorso de la mano derecha (vía le dijeron que se llamaba), apenas le dolió. Poco después apareció la cirujana jefa de la intervención, seguida de algunos otros miembros del equipo: otro cirujano, ayudantes y ayudantas (aberrante terminología inclusiva), anestesista, y otros que nuestro hombre no identificó. Parecía que la cosa era seria. Las chicas sonreían como si les cayera bien. Los hombres no. Ya en el quirófano, la jefa de la operación de limpiar su imagen de innecesarias excrecencias hizo que el marchito, pero desahogado sujeto, representara un pequeño papel delante de su teléfono móvil (ni siquiera una cámara que le permitiera sentirse importante): caminar perpendicularmente -ida y vuelta-. La inconsciente víctima se concentró mucho y le pareció que lo hacía bien, al menos eso dijo la cirujana devenida en operadora de cámara. De pronto, nuestro hombre, cayó en la cuenta de que no había tomado la precaución de enterarse fehacientemente si la cirujana sabía operar flacideces y decaimientos. Se asustó un poco pero ya no tenía arreglo porque el anestesista le puso una mascarilla en la boca, le hizo respirar y perdió el conocimiento (poca pérdida porque apenas lo traía consigo de su casa). Creo que a ese estado de inconsciencia se llama anestesia total. Pasó el tiempo…