CRÓNICA DE UN DÍA FELIZ (ya era peligroso) EN DIEZ CAPÍTULOS
Veintinueve de Febrero de Dos mil veinte (9)
Abandonamos la Feria en torno a las seis de la tarde.
De ahí al Teatro Valle Inclán, a ver Jerusalem de Jez Butterworth, de una duración de nada menos que tres horas, con quince minutos de intermedio; pero ese magnífico acontecimiento lo contaré mañana en el habitual formato de Digresión, propia de este diario.
Como nos sobró una hora más o menos, nos tomamos un café irlandés en el café Barbieri, sentaditos en una mesa de tablero de mármol. Estaba lleno de gente predominantemente joven. El ambiente era apacible en un café casi decimonónico, a media tarde. El día seguía transcurriendo de un modo insuperable.
PS. Última hora del Coronavirus en mi vida: Paradójicamente, alguien que odia la idea de la muerte como yo, una situación de amenaza invisible y letal como en la que estamos, no la estoy viviendo especialmente preocupado. Tontamente pienso, o más bien intuyo, que esta vez no me toca. Supongo que en el caso de que sucediera, un minuto después de que el contagio evidenciara su presencia en mi cuerpo, sentiría un pánico incontrolable. Me asustaría tanto que no sé si podría reaccionar con sensatez y mínima entereza. Igual me sentiría si le sucediera a Naty, con quien comparto todo. El insensato despropósito me alcanza hasta tener la íntima convicción de que todavía me quedan unos años de vida. Algo así como que no puedo irme hasta que haya terminado lo que tengo que hacer (que no sé lo que es), y todavía me queda bastante. En mi fuero interno fantaseo con la idea de que gozo de una prórroga que he acordado con alguien que puede, aunque no sepa quién es, y que me permitirá cumplir una especie de misión o algo así. Bueno, objetivamente sé que imposible y además mentira. Pero en esas estoy. Luego, cuando concluya, no sé si con éxito (no existe) o sin él, me iré tranquilamente, sin dolor ni terror. El fatal contagio tendrá que esperar.