VIAJE A MÉXICO, Julio 2019
Río Usamascinta, Ciudad maya de Yaxchilán:
lunes veintidós, por la mañana
Llegamos a un embarcadero desde el que ascendía una pronunciada pendiente hacia una tupida maraña de altos árboles.
Nos adentramos en la selva y enseguida accedimos a los restos de la ciudad Maya de Yaxchilán.
Diversas construcciones se mantenían en pie, deterioradas aunque todavía sólidas.
El guía se esforzó en explicarnos los diversos restos de edificios, así como las ceremonias rituales en las que los sacerdotes sacrificaban víctimas para mayor gloria de dioses y gobernantes.
Según él, el espectáculo de la sangre corriendo a raudales por las escalinatas de altares y túmulos excitaba los instintos y mórbidas pasiones de la tribu. Además, los gobernantes obtenían el beneficio añadido de fomentar el espíritu de pertenencia y de subordinación. Las masas siempre se han excitado con esos pavorosos espectáculos. Está en la naturaleza humana y en muchos pueblos, culturas, religiones y épocas.
Los restos umbrosos de la ciudad estaban impregnados de musgo debido a la gran humedad que exudaba la intrincada selva que se cernía alrededor.
Desafortunadamente, durante la visita estuvimos rodeados por una considerable profusión de turistas, exactamente iguales a nosotros. No sé por qué contradictoria y exclusivista razón nos molestan tanto los turistas si nosotros también lo somos. Debe ser porque afean y entorpecen las “excelsas fotografías” que realizamos. O tal vez, porque hacen un ruido que perturba la “exquisitez de nuestro espíritu”. Tiene gracia.
Regresamos a las lanchas y remontamos la corriente, una espléndida experiencia, hasta llegar al embarcadero del que habíamos partido.
Comimos en un restaurante bajo tupidos y altísimos árboles.
El grupo turístico seguía relacionándose animadamente (todos contra todos). Y nosotros, asombrosamente, también participábamos de ese inesperado y frívolo paroxismo social…