TRILOGÍA CINCUENTA AÑOS DESPUÉS (y tres)
-Era obligado utilizar uniformes de invierno y de verano: el invernal era azul marino intenso, abotonado hasta el cuello y un abrigo largo, también azul; el veraniego, tan solo pantalón y camisa gris (con el nombre del banco bordado sobre el bolsillo superior derecho) con corbata verde; en ambos casos, zapatos negros. Los uniformes los confeccionaba un sastre ubicado en la misma plaza donde se encontraba la sucursal.
-A los veinte años ascendías automáticamente a la categoría de ordenanza (eran como cabos), sin examen ni nada. En ese nivel podías jubilarte sin que nada se moviera en tu currículum. Para pasar a la escala administrativa y así poder seguir la carrera (auxiliar, oficial segundo y primero, con una estancia de seis años en cada una de las paradas) tenías que examinarte, y darte esa oportunidad era discrecional por parte del director de la sucursal, si habías hecho méritos suficientes o tenías potencial como empleadillo.
-Pedí al director examinarme, porque desde luego en mí no habían pensado como promocionable. A pesar de ser bien mandado, en tres años no conseguí destacar en nada.
-Mi única ventaja sobre mis compañeros es que era más guapo que ellos, como demuestra este retrato (estudio fotográfico San José, de la ciudad), del año siguiente en que entré a trabajar. Pero de eso, entonces, yo no era consciente.
-Superé el examen de cultura general, contabilidad y derecho mercantil con veinte años, y todavía no me explico cómo lo conseguí. Supongo que les daba igual que fuera una cosa u otra y porque el examen debió ser muy fácil y sin oposición (un candidato para una plaza, y además recomendado). En esa escala podías llegar a todo (apoderado, interventor, director de sucursal y cosas así). Si no, te jubilabas de oficial primero, tan ricamente, sin sobreesfuerzos ni especiales responsabilidades. Algunos de mis compañeros de entonces llegaron a directores. Yo no.
-Me gané la vida mediocremente en ese Banco (ya no existe) a lo largo de treinta y tres años (hasta el treinta y uno de diciembre de dos mil tres), porque no di motivos para el despido disciplinario (siempre fui bueno, como predijo mi abuela). Eso sí, con cincuenta años, cuando tuvieron oportunidad, me invitaron a largarme porque ya no les servía para nada (antes tampoco) y, claro, me fui. Ya no pintaba nada allí, desde luego que no, Nunca sentí que perteneciera realmente a ese mundo. Nada aprendí en él y ahora ya me he olvidado de todo lo que hacía, como si no hubiera estado allí nunca. Treinta y tres años lastimosamente perdidos.
Fin.
3 JUNIO 2020
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