DIARIO ÍNTIMO (2)
Los amigos que se perdieron (1)
Sábado, once de septiembre de dos mil veintiuno
Es la hora de los resúmenes, o sí me pongo literario, de la memoria. Es momento de ir cerrando capítulos. Eso sí, sucintamente, para no cansarme y porque lo que ya es tan solo pasado no merece demasiados desvelos aquí y ahora.
Este hombre se llama J.G.A. Prefiero no decir su nombre y apellidos, pero sí mostrar su imagen, lo que no deja de tener gracia. Supongo que el nombre es indeleble y los cuerpos no.
Nos encontramos en plena postadolescencia, dieciséis o diecisiete años yo; dieciocho él, más o menos.
El encuentro fue azaroso, como todo lo que sucedía en esa época (después casi también, pero menos).
Enseguida simpatizamos fuertemente, quizá porque ambos procedíamos del ámbito rural. A los dos nos gustaba hablar e intercambiar confidencias y chismes. Compartíamos interés por las chicas y por salir por ahí sin demasiados propósitos, quizá, tan solo, para que nos aceptaran (por venir del campo, algo de complejo teníamos, yo por lo menos). Hicimos un viaje juntos de varios días a Galicia, en plan road movie en un R-8. Hasta Galicia llegamos.
Pasaron unos poquitos años y la brecha entre nosotros comenzó a abrirse cuando yo me ennovié y enseguida me casé. Después nos alejamos sin remedio.
Durante casi treinta años nos perdimos de vista completamente: no nos buscamos y tampoco nos encontramos, ni por casualidad.
En 2004, fortuitamente, nos vimos de frente, en la calle. Él se había casado y tenía dos hijos, muy jóvenes todavía. En mi caso, Gabriel, ya no era tan joven y vivía en Estados Unidos.
Me ilusioné con la posibilidad de retomar una relación que fue intensa treinta años antes; pero sin darme cuenta de que eso ya no era posible, sencillamente porque, a pesar de que seguíamos siendo los mismos (no aprecié ningún cambio sustancial en él y yo sigo siendo el mismo que instantes después de nacer), ya nada era ni podía ser igual. Los dos ya teníamos una vida detrás y no la habíamos vivido en proximidad. Pero no era eso exactamente, si no que, existencialmente, habíamos construido mundos de intereses y valores muy distintos.
A esas alturas, ya no había modo de tender puentes y encontrar voces y ecos que mezclar.
Después de algunos intentos de encuentros durante unos años, esporádicos y distanciados, me di cuenta de que mantener el contacto era una lastimosa pérdida de tiempo para ambos. En los últimos momentos (2015), solo cruzábamos llamadas desganadas. Decidí cortar ese cansino hilo de comunicación y más o menos, indirectamente, le hice ver que no tenía sentido que siguiéramos llamándonos (yo solo me aburría con charlas profusas que no iban a ningún sitio). No hemos vuelto a llamarnos. Tengo la sensación de que él piensa que he sido yo el culpable del final definitivo de nuestra relación. No tengo ni la más remota intención de corregirle.