EL MAPA DE LOS DÍAS
91. Lunes (04 de octubre de 2021).
A las siete y media salí con mi perrito, al campo de casi todos los días. No tenía planes en especial. Al parecer, Charlie sí, pero no me dijo nada. Ir y volver sin incidentes era la intención. Ya de vuelta, llegamos a una zona de vegetación baja y gran cantidad de Silybum marianum (apunte de ciencia botánica porque este diario anda escaso de cualquier matiz fundado y serio); o, dicho de otro modo: cardos borriqueros, también conocidos como cardanchas. Mi perrito decidió meterse en ese espacio porque sí y porque ya venía bastante excitado durante todo el paseo. A veces, sus designios son emocionales e incontrolados. Es un campo de aproximadamente tres o cinco mil metros cuadrados, no sabría decir la extensión con exactitud. Eran las nueve menos cuarto de la mañana.
Pensé que entraría y saldría enseguida, como sucede a veces; aunque, en algunas ocasiones, ha estado varias horas en ese mismo campo negándose a salir. Nunca pienso que vaya a hacerlo, y no hago nada por evitarlo.
Pasó el tiempo y a pesar de que lo llamé insistentemente, Charlie no me oía (léase: no quería oírme). Pasó hora y media y por fin apareció. No le regañé (últimamente no me siento con fuerza para regañar a nadie, tampoco a mi perrito). Bien, le dije, -volvamos a casa, ya está bien de tonterías-. No le até (nunca lo hago en los paseos), sobre todo porque en esos casos, cuando nos reencontramos, todo va bien. Charlie, caminaba a mi lado tranquilo; pero, de pronto, súbitamente, se dio la vuelta como si se le hubiera olvidado algo, y corrió a gran velocidad en dirección contraria, sin motivo aparente. Le grité exasperado, no dando crédito a lo que estaba pasando, sobre todo porque sabía lo que me esperaba. Eran las diez y media y ya íbamos muy tarde. A partir de ahí, entré y salí del campo de cardanchas muchas veces, llamándolo incesantemente, sin resultado (Naty es de la opinión de que, en esos casos, desconecta de cualquier circunstancia o realidad que le aparte de la pasión que esté viviendo en ese momento). Me rendí. Llamé a Naty y la dije que viniera a por él que no quería saber nada de nuestro rebelde perrito. Me senté en una piedra y me concentré en oír a través de los airpods, Nada, de Carmen Laforet; impresionante y desgarrador drama naturalista de postguerra. Apareció hora y media después (a las doce). Cuando llegó me hizo zalamerías y carantoñas, como diciendo: -venga no te enfades que ya estoy aquí, que solo ha sido un ratito, venga, ya podemos irnos-. Reanudamos la vuelta, eso sí, tres horas después; le perdoné, como siempre, porque mi perrito es mi debilidad.
El orden del día se había trastocado, pero es lo que tocó este lunes. No sé por qué, pero cuando algo se desordena es siempre para empeorar las cosas (siempre a peor, nunca a mejor)
Por la tarde: Los besos, de Manuel Vilas, apasionante como todas sus obras. Debe ser porque es un escritor que, además de lúcido, es sentencioso y a mí me gustan mucho los autores como él, que condensan en vertiginosas frases cantidades ingentes de sabiduría y experiencia humana (hablaré en extensión de esta obra en otro momento). No contento con la dosis de gozo literario vespertino, después, cuando la oscuridad ya alcanzaba mis ventanales, Ingmar Bergman (De la vida secreta de las marionetas). De esa magnífica película hablaré mañana.
La Fotografía: Campo donde se ocultó a mi mirada y presencia Charlie. Fue su momento de libertad indisciplinada de la semana.