DIARIO ÍNTIMO (13)
Esta entrada tendría que ser la once, y luego la doce, claro. Ambas están escritas, pero se me olvidó publicarlas, así que esta es la trece, para que el hilo de mi vida no se me pierda.
Miércoles, diecisiete de noviembre de dos mil veintiuno.
Hoy me ha caído encima el desánimo como una losa insoportable e inclemente. Me he despertado a las cuatro, intranquilo, como si una barahúnda de pesadillas hubiera tomado posesión de mi sueño.
Una de ellas, la más escalofriante, era una gran lengua bífida que me rodeaba el cuello y apretaba y apretaba hasta que mis ojos explotaban. No, no había explicación para esa terrorífica monstruosidad. Me desperté.
En las brumas de una somnolencia sobrecogida seguían apareciendo aberraciones que pensé en dictar o retener de algún modo para trasladarlas al lado consciente, pero el propósito me despertó completamente y todo ese cruel aquelarre desapareció. Luego, lenta e imperceptiblemente volví a dormirme más tranquilo ya.
Me desperté tarde para mis costumbres. Mi perrito dormía a mi lado. Ha tomado la costumbre, en plena madrugada, de venir desde su cama en otra habitación a pasar el resto de la noche a mi lado. A veces oigo su llegada, otras no. Pasamos todo el día el uno al lado del otro, salvo unas horas, las primeras del sueño. En cualquier sitio de la casa, donde estoy está él (me sigue a todos lados, es como una prolongación o protuberancia cariñosa de mi cuerpo).
Salimos a pasear a las nueve, muy despacito a un sitio abierto, seco, áspero, inhóspito, plagado de montones de piedras sin sentido. Territorio aparentemente feo, pero bello y sosegado para mí (estimulante para Míster Brown).
Me acompañaban una amplia variedad de pensamientos tristes, con completos desarrollos de desdichadas posibilidades hasta llegar a las más nefastas consecuencias. Cuanto más me adentraba en las simas de mi pesimismo más despacio caminaba. Por un momento llegué a temer que no conseguiría volver nunca a mi casa y que me quedaría vagando por el campo yermo para siempre. Hasta Charlie se alejó de mí y no volvió hasta dos horas después.
Por fin conseguí volver, casi a la hora de comer.
La comida, pobremente cocinada, no me aportó ningún estímulo y mucho menos satisfacción.
A primera hora de la tarde ya llevaba doce horas de decaimiento, luego ni por lo más remoto pensé que el resto del día fuera a mejorar.
A las seis de la tarde (ahora mismo) mi estado de ánimo no solo no mejoraba, sino todo lo contrario. Haré un último esfuerzo en buscar una fotografía para semejante mierda de día, luego apagaré el ordenador, me iré a la sala de no hacer casi nada y probablemente intentaré leer, o ver alguna película que no añada más conflicto al que ya tendré a esas horas. Me acostaré muy pronto. Menos mal que al vacío siempre le queda el recurso del sueño con el que paliar un estado de consciencia desvitalizada, melancólica y que no anuncia nada bueno.
La Fotografía: Una pesadilla… un paseo intranquilo que no acababa nunca… una tarde triste… una cabeza seccionada por una maligna lengua bífida.