DIARIO ÍNTIMO (19)
La reconciliación I
Lunes, seis de diciembre de dos mil veintiuno.
Me levanté con un cierto grado de ansiedad. No, no estaba tranquilo. Era el tercer día de fiesta consecutivo y no tenía ningún plan. En realidad, solo tenía uno, el que me obsesionaba desde hacía exactamente dieciocho días: recomponer tantas cosas rotas con Carmen. El daño había sido estrepitoso y se proyectaba en todos los órdenes, en todos los matices imaginables, por todos los rincones. Una sustancia pegajosa y viciada lo impregnaba todo, hasta lo más recóndito. A estas alturas ya daba igual el grado de culpabilidad de uno y de otro (creo que a mí me tocaba casi todo, lo admito). No me porté bien, me parece. Pero hasta eso resultaba secundario porque lo tristemente esencial era que el lunes por la mañana yo tenía encima la misma pena que al principio y, desde luego, ninguna expectativa de que nada pudiera mejorar. Los canales de comunicación estaban rotos.
Ella había vuelto de Jordania el domingo. Es lo único que sabía de antemano, antes del cataclismo furioso.
No pensaba que volviera a contactar conmigo, o sí; pero eso era más bien un deseo y solo eso.
Decidí no quedarme en mi casa, parado todo el día y encima sin Charlie Brown, por lo que pensé en acercarme a los Jardines de Aranjuez (reales, por supuesto). Decidí esa opción al estar sin Charlie, ya que no permiten la entrada de perritos.
Mientras desayunaba, a las nueve de la mañana, ya más entonado porque había encontrado inesperadamente un buen plan para la mañana, decidí enviar un mensaje a Carmen en tono desenfadado (hasta ese momento habíamos proyectado mucho encono, tanto uno como otro). No tenía muchas expectativas, pero por lo menos algo tenía: el mensaje.
Llegué a Aranjuez en torno a las nueve y media. Llevaba la cámara, por supuesto, y dos objetivos. El día era espléndido. Había pocos paseantes por los largos paseos con hojas secas en el suelo, jalonados de árboles increíblemente altos. Majestuosos (y reales, al parecer). Fotografié con intención y resultado tan solo terapéutico, que ya es. Me entretuve componiendo postales.
Pasó el tiempo. Sabía que podía haber contestación a mí mensaje, pero ni siquiera adivinaba el sentido de esta.
La respuesta llegó a las once y cuarto. Y, asombrosamente, contenía una propuesta de conversación. Respiré aliviado, al menos podríamos hablar (llevábamos casi veinte días sin cruzar palabra). En su mensaje decía que tenía pensado llamarme, pero que me había adelantado. La creí, por supuesto, ella nunca me había mentido. Me apresuré a aceptar la opción y naturalmente viéndonos, nada de confusas virtualidades telefónicas.
Quedamos a las cuatro en su casa. Me sentí encantado ante la posibilidad de al menos entreabrir la puerta a lo posible y muy deseable, por el momento tan solo para mí. También sabía que no sería fácil…
La Fotografía: Una de mis postales de espera. Hice varias, todas ellas de colorido subido de tono. El momento me lo exigía. Procuré, fotográficamente, que una foto de tiempo otoñal pareciera primaveral, como mi estado de ánimo. Era el momento de hacer cosas así. En cuanto al personaje fotografiado, Narciso, yo nada tengo que ver con su patología; o tal vez sí, que algo de estúpidamente narcisista puede que tenga. Nunca se sabe del todo cuáles son las taras propias.