LOS DÍAS (14)
Domingo, uno de mayo de dos mil veintidós
Volví al Valle otra vez, o no voy nunca o voy todos los días. La explicación radicaba en que se celebraba la romería y en que últimamente no preservo adecuadamente mi delicado sentido estético: camino por la ciudad entre masas ingentes de turistas; me acerco a un bar de copas por la noche donde prolifera insoportablemente la fealdad; o me acerco a una romería, donde pasa exactamente lo mismo. ¿Y por qué hago todas esas majaderías? Y yo qué sé. Supongo que, por un lado, por hacer fotos para alimentar este monstruo insaciable (el diario); y por otro, para romper inercias cotidianas (lo de los bares del sábado por la noche). Pero, ninguna de las dos cosas me sirve de mucho: las fotografías y los textos me salen mediocres; y en el bar solo estoy quince minutos y ni siquiera apuro la única copa que pido.
La Fotografía: La mañana del domingo la dediqué a esto que hago y que me gusta llamarlo trabajo, aunque barrunto que no lo es, que es otra cosa, pero que no acierto a nombrar. Al denominarlo así hace que me sienta más importante y justifique un poquito el inútil esfuerzo. Por la tarde, en torno a las cuatro y media, cogí la cámara y me dirigí al meollo social del día, la romería. Cuando era joven, iba con mis amigos, con ánimo de divertirnos, pero nos aburríamos como muertos porque no conseguíamos ligar. Era otro tiempo, la sociedad era infinitamente más rígida y la relación entre los jóvenes estaba necrosada. Sin embargo, ahora, lo que se podía ver era una amalgama de gentes relacionándose con naturalidad, divirtiéndose todos con todos. Viéndolo no pude evitar una cierta melancolía y tristeza por todos nosotros, la gente de mi generación, por lo que podríamos haber disfrutado y no lo hicimos, tan solo por unas poquitas décadas de adelanto al nacer. Fue una mala época aquella para todos nosotros.