LOS DÍAS (16)
Sábado, siete de mayo de dos mil veintidós
El día siguiente volví a la misma zona de campo, a recibir como se merecían las amapolas. Era el cuarto fin de semana que llevaba sin salir de mi casa salvo al campo, cada día. Naturalmente, durante la semana tampoco fui a ningún sitio lúdico. Ese aislamiento me provoca un estado de ánimo tornadizo: puedo pasar de un espíritu adormecido y tristón, sin fe en el género humano, y lo que es peor, en mí mismo, con pocas ganas de todo y de nada, a otro sumamente animoso y emprendedor, como si no hubiera un mañana. Hoy era un día de lo buenos, así que me dirigí a fotografiar amapolas, con un sol radiante que lo iluminaba todo y, especialmente, a Charlie y a mí. No deja de ser curioso, porque hasta ayer viernes, había tenido previsto comer con una conocida virtual, desconocida personalmente todavía, en un pueblo del extrarradio de Madrid (sí, ese asuntillo social de las citas más que a ciegas, tuertas, que aparentemente puede parecer excitantes y sospecho que también frustrantes; el caso es que esa opción se malogró por enfermedad sobrevenida de ella. Pues nada, sin cita, sin salida diurna y hasta nocturna y con una perspectiva de sábado sombría y solitaria, y yo encantado de la vida, inasequible al disgusto. No me entiendo.
Volví a mi casa después de pasar la mañana entre flores silvestres y allí me quedé el resto del día, varado, pero como si nada.
La Fotografía: Caminé entre amapolas cuatro kilómetros de ida y otros tantos de vuelta y fotografié amapolas y amapolas y amapolas. Y ya está. Eso fue todo.