LOS DÍAS (33.3)
Domingo, cuatro de septiembre de dos mil veintidós
… Ascendí la cuesta de Santa Leocadia (fue en la iglesia que me casé por primera vez, de incognito, en 1975). Giré a la derecha y, callejeando despacio, sorteando las cuerdas de turistas presos, que ahora lo son tan solo por una grácil banderita (puro minimalismo moderno), llegué hasta la plaza principal, que tanto me dijo hace una eternidad y que tan importante fue para mí en los años sesenta, y que ahora permanece muda y hermética para mi consciencia, memoria y sensibilidad. Ya no me dice absolutamente nada. Siempre que llego a esta plaza, después de haber callejeado por la ciudad durante un rato, me entran unas incontenibles ganas de volver a mi casa enseguida, súbita y rápidamente. Una de las razones, probablemente, sea que resulte imposible disfrutar de tu ciudad presente porque el pasado con la exuberante textura de los recuerdos felices opaque y contamine las percepciones (tu ciudad de juventud solo te puede doler). Cuando llego a la gran plaza (que no lo es tanto, ni mucho menos), miro hacia el este que es donde se encuentra mi casa y las vertiginosas cuestas que se abren en el borde y que representan para mí una irresistible tentación que me liberará del sinsentido de la nostalgia. Es tan fácil dejarse caer por la pendiente de calles que llevan hasta el río y el dulce olvido.
La Fotografía: Un individuo delgado, fibroso se contorsionaba agarrado a una reja. Supuse que era un ferviente creyente en la salud del cuerpo y de la mente a través del duro ejercicio. Un tipo con suerte, sin duda, al encontrar paz en el retorcimiento físico. Todos los que tienen claro lo que deben hacer, y además lo hacen con entusiasmo y eficacia, están tocados por la gracia