DIARIO ÍNTIMO 61
Miércoles, veintidós de marzo de dos mil veintitrés
Ángel y yo salimos de nuestra ciudad hacia Madrid, a las doce de la mañana. Allí, en la zona noroeste, nos encontraríamos con nuestro común amigo Carlos. Comeríamos juntos. Teníamos ganas de vernos los tres, en torno a una mesa y una buena comida. La última vez que lo hicimos fue en algún momento de dos mil ocho. Después nos hemos visto los tres al mismo tiempo, tan solo una vez.
Cuántas satisfacciones perdidas para siempre. La maldita desidia nos impide gozar de la vida en demasiadas ocasiones.
Nada más vernos, Carlos exclamó: ¡¡¡qué viejos estamos!!! Celebramos alborozados la ocurrente evidencia, pero, sobre todo, por la sencilla e intensa alegría que nos provocaba compartir unas horas juntos.
A las dos de la tarde nos sentamos en el restaurante portugués Tras-os-Montes.
Nos sentíamos felices los tres. Compartimos:
Ensalada de bacalao (carpaccio sobre base de tomate); Bacalao dorado (guiso exquisito para mí); Hojaldre de bacalao (relleno de bacalao, claro); de postre: Pastéis de Belêm. Todo acompañado de vino tinto del Douro.
La comida transcurrió en un ambiente absolutamente festivo y feliz, sazonada de risas impregnadas de recuerdos gozosos, pero, sobre todo, de una mirada indulgente hacia nuestro presente en la que incorporábamos irónicamente lo que hemos aprendido y, sobre todo, lo que hemos desaprendido, sin creernos nada verdaderamente. Sólo dimos importancia a lo que nos gusta y con lo que disfrutamos ahora: todo tremendamente sencillo, inmediato, epidérmico, gozoso. No, ya no nos empeñamos en nada que importe a nadie, solo a nosotros, y en ese momento era la excelente comida portuguesa que degustábamos y el placer de estar juntos porque después de décadas sabemos que nos queremos y eso ya no cambiará. Al final, solo quedan los mejores y los más apreciados.
Nos sentíamos como niños con nuestra alocada charla, tan inconsciente, y por eso todo nos hacía reír. Sabíamos que nada de lo que decíamos iba en serio del todo. Ya nada puede ser serio a no ser que seas un poco imbécil y mis amigos no lo son en absoluto, todo lo contrario, son personas de gran inteligencia y cultura. Es un gusto disfrutar de su sabiduría.
Me olvidé de la hora por lo que no sé cuándo salimos del restaurante. Dimos un paseo por las calles adyacentes y nos sentamos en una terraza a tomarnos una copa tranquila. Seguimos con nuestra exuberante conversación, absolutamente despreocupada. Reuníamos demasiados años entre los tres, pero eso, en ese momento, carecía absolutamente de importancia.
Antes de que el cansancio pudiera enturbiar las varias horas que llevábamos juntos, cerca de la siete de la tarde, Ángel y yo nos despedimos de Carlos. Nos prometimos repetir la experiencia con más frecuencia. En ese momento, como siempre pasa, estábamos convencidos que así sería. Eso espero y deseo. Volvimos a nuestra ciudad. De vuelta condujo Ángel (en la ida lo hice yo).
La Fotografía: Pedí a un camarero que nos hiciera una foto con mi móvil y salió fatal (intratable contraluz). Por eso no la he traído, a pesar de que tocaba esa imagen hoy. Pero, bien pensado, mejor ésta, la de hoy, que le hice a Carlos en algún momento de la comida, en la que aparece con su frecuente imagen a lo largo de su vida, de hombre santo y sabio. Parece un eremita de una pintura del barroco español, aunque él, en todo caso, puestos a establecer analogías y dado su predilección por Luis Buñuel, él preferiría Simón del desierto.