LOS DÍAS 30
“No odio a la gente, solo la estupidez. Aborrezco la ignorancia y la falta de empatía”. Roy Andersson (cineasta sueco)
Lunes, uno de abril de dos mil veinticuatro
El domingo, de madrugada, adelantaron una hora con relación al día anterior. Yo no me enteré hasta que me di cuenta que había comido una hora antes de la que suelo hacerlo, por fiarme del reloj.
Hoy es fiesta, pero tampoco sé qué fiesta es. Ni me entero de la marcha de los relojes ni de los calendarios. Ni puñetera falta que me hace.
He salido a pasear con Mi Charlie por la mañana, pero tarde; tenemos nuestros horarios desajustados. Ese retraso ha hecho que en la confluencia de dos caminos coincidiéramos milimétricamente con un hombre mayor que yo y sus dos perros: un galgo esquelético que es como autista y uno negro alegre y juguetón (no sé qué raza). Ese hombre es un hablador incesante que sale todas las mañanas de su casa a mala idea, es decir, a colocar a quién se encuentre su cháchara sobre nada en absoluto. Hay gente así.
Yo iba oyendo, tan contento, Jauja, de Use Lahoz, un escritor que ya oía en algún programa de Radio Clásica y que me gustaba. La novela que oía también me interesaba.
Hasta el fatal encuentro, en el que el señor de los dos perros, antiguo carnicero de mi barrio, decidió que ya estaba bien de literatura, que para literato, él mismo. Avanzamos cuatrocientos metros, más o menos, y me dije, no habrá problema porque en la siguiente encrucijada elegiré, como despidiéndome, el camino más largo y tortuoso y él, que es más lento y torpe que yo, se irá por el más corto y fácil. Error de cálculo ¡y parecía fácil!
Decidió seguir el mismo itinerario que yo ¿por qué? yo qué sé, porque sí, porque él sale todos los días a joder la vida de todo aquel que se cruza en su camino. Yo a escuchar novelas y a no hablar con nadie (en esos casos siempre ganan los malos, los que amargan la vida a los que preferimos la literatura antes que mantener un estúpido diálogo de sordos).
Nada teníamos en común, salvo un camino mal elegido, e inevitablemente la conversación sería una tortura. Teníamos varios kilómetros por delante.
Los perros se ignoraban entre sí. Yo no podía eludir al entrometido. O sí, pero no sabía cómo hacerlo sin sentirme desconsiderado.
Cuando ya llevábamos cuatro kilómetros y todavía nos quedaban dos o tres, el cielo tornó en un negro profundo y el viento arreció: la lluvia sería inevitable. Y lo fue, torrencial. Minutos después de empezar, todos, los perros y nosotros estábamos empapados ¡menuda mañanita! Avanzábamos a duras penas, con el viento y el agua de frente, llegamos a un puente, donde nos refugiamos, ya cerca del barrio. Debajo había dos o tres tipos como él. Dije: -como ya estoy empapado, me largo- Eso hice, ¡qué pesadilla de mañana!
Ni que decir tiene que el diálogo entre el excarnicero y yo, stricto sensu, fue absolutamente imposible y absurdo. Con gente así no se puede, ellos nunca conversan porque jamás hacen preguntas y tampoco escuchan, solo relatan desordenadamente cosas que les han pasado, al buen tuntún. A su lado, tú no eres una persona, ni te miran siquiera, solo eres un pretexto para no dejar de hablar de lo que ya se saben de memoria porque lo repiten miles de veces.
Mis últimas experiencias sociales, tan desagradables todas, solo me abocan a una firme decisión: -no hablar con nadie nunca, salvo con mi peluquera, porque me gusta-.
No consigo entender porque me quejo aquí de mi total soledad, de verdad que no, porque es, sencillamente, la perfección hecha circunstancia cotidiana, un insuperable estadio de paz perpetua.
La Fotografía: De la película Viejos (2023), de Raúl Cerezo y Fernando González; que me viene estupendamente como metáfora, no solo porque los dos caminantes bajo la lluvia éramos viejos, sino, también, porque la expresión del personaje es una metáfora perfecta de mi sufrimiento inesperado de hoy por la mañana.