DIARIO DE VIAJE: al Norte.
“Peregrinos de la lectura, perdidos en el árido desierto de las malas novelas: venid a Iris Murdoch”. Andrés Ibáñez
Sexto día, viernes, veintiséis de abril de dos mil veinticuatro (1)
Empecé a temer que el viaje se había acabado…
Puedes programar lo que te dé la real gana: siete días (son los que llevaba en mi hoja de ruta), diez, quince, un mes o el resto de tu vida, pero si se acaba en el quinto, no hay nada que hacer ¡vuélvete ya, amigo mío! En mi caso es mi cuerpo y mi estado de ánimo el que decide. Es la vida misma, la cabeza planeando y ella (elemento constitutivo exento de todo lo que aparentemente eres) decidiendo. No puedo hacer nada para cambiar eso.
Tengo entendido que hay gentes que consiguen vivir de acuerdo con su férrea voluntad y superarlo todo y conseguirlo todo, también. No creo pertenecer a esa clase de gentes. Lo que no deja de asombrarme, cada día que pasa más y más, es como he llegado hasta aquí sin haber perecido mucho antes. A estas alturas ya no será la muerte la que malogre mi vida, de algún modo la he vencido. Venga cuando venga a por mí tendrá que hacerlo sin agresiva e injusta soberbia, callada y discretamente. Con humildad.
Vuelvo al presente de mi viaje: soy un viajero de mierda, un turista flojo, cansino y sin alma.
De Llanes a Ribadesella (31 Km). Llegué a las nueve de la mañana. Aparqué en el puerto y di un paseo corto, sin fe y con menos entusiasmo. Solo me crucé con un aficionado a la pesca (llevaba caña y la paciencia pintada en su expresión).
Los pescadores de caña son un gran enigma para mí. Unamuno tiene un ensayo admirativo sobre ellos; sin embargo, no siento lo mismo, sino más bien perplejidad.
Me pregunté que podía hacer en ese pueblo marinero, yo, que soy de tierra adentro y de mar no entiendo ni me gusta especialmente; aunque reconozca su belleza, a veces, solo a veces y siempre y cuando el mar sea gris y amenazante; es más, lo único que me interesa del mar es su capacidad de mutación peligrosa. Azul y terso solo me aburre.
Ahora, cuando transcribo este relato del viaje me encuentro oyendo una maravillosa novela: El mar, el mar, de Iris Murdoch. Lamento tremendamente que esta obra maestra haya pasado por mis manos en otros momentos de mi vida y nunca me haya decidido a leerla, menos mal que ahora sí, y estoy de suerte. Las descripciones del mar del protagonista de la novela, hombre de teatro, que vive en una casa antigua en unos acantilados, frente al mar, son maravillosas (y la descripción de su sofisticada comida diaria, también). Pero lo es aún más, mucho más, su increíble vida sentimental; tanto como la de todos, y eso es apasionante, porque Murdoch sabe contar una vida como muy pocos escritores ¡es tan difícil!
El caso es que yo carecía del talento de Charles Arrowby (Murdoch), protagonista y relator de su propia autobiografía; ni Ribadesella era una ciudad brumosa de la escarpada costa inglesa; ni yo tenía el día, así que decidí irme a Villaviciosa (43 km) para visitar un monasterio…
La Fotografía: … El de Santa María de Valdediós. El conjunto estaba formado por el propio monasterio y una maravillosa iglesia exenta (a 200 metros, más o menos de distancia), conocida como el Conventín (fotografía del interior), prerrománico asturiano, cuya construcción se remonta al reinado de Alfonso III el Magno (rey de Asturias) y consagrada en el año 930. En algún momento se comunicaba con el monasterio a través de un pasadizo, ya desaparecido. En cuanto al monasterio de Santa María (de arquitectura cisterciense), fue fundado en el año de 1200, por los reyes Alfonso IX de León y Berenguela de Castilla. Contó con la protección de Fernando III de Castilla que la convirtió en una abadía de gran importancia. Pasé algo más de una hora en el fantástico recinto.