COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 59
“…Pensó en esconderse de su miedo…” Luis Sepúlveda
Jueves, doce de septiembre de dos mil veinticuatro
Antes de comenzar a escuchar Glamourama, de Bret Easton Ellis, como dije ayer, decidí tomarme un descanso de tanta desesperanzada intensidad y leer una novela corta: Un viejo que leía novelas de amor (1988), del genial chileno Luis Sepúlveda, lamentablemente fallecido (2019). Ya había leído a este autor (El fin de la historia), por eso he repetido, aparte de que esta historia, con ese maravilloso título, me resultó irresistible.
La novela me ha impresionado, no solo por la riqueza del lenguaje y metáforas literarias; sino, también y sobre todo, por la poderosa historia en torno a un protagonista único: Antonio José Bolívar Proaño, que habita en la región amazónica del Ecuador donde viven los indígenas Shuar (reducían las cabezas de los enemigos vencidos), de quienes aprendió sus costumbres, creencias y su manera de entender y convivir con la selva y sus animales. En la historia de Sepúlveda, el viejo que leía novelas de amor a todas horas mantiene un combate épico y sabio con una tigresa que venga la muerte de su familia (el macho y sus cachorros), a manos de cazadores blancos, brutales e indignos.
Literariamente memorable de principio a fin, no solo por la descripción de la selva y la mística de la naturaleza que transpira toda la narración, sino, también por la melancólica e intimista relación Antonio José Bolívar Proaño con las novelas de amor, que lee torpe, despaciosa y amorosamente y que reverencia porque son las mejores novelas que existen. Ha decidido que esas historias le acompañen en su vejez hasta que muera. Siente que ninguna otra actividad sería más trascendente para él (y para cualquiera que haya creído en el amor como un paraíso perdido).
La producción de la lectura ofrecida por Audible es una de las mejores que recuerdo ahora.
La Fotografía: Selva Lacandona (Chiapas). En 2019, después de visitar la impresionante ciudad de los mayas Lakam Há (Palenque, sur de México), una de las más importantes de esa cultura, el guía que nos acompañó en la visita nos propuso una breve excursión por la selva circundante, que naturalmente compramos (yo al menos entusiasmado). Nos acompañó en un recorrido que no creo que llegara a 300 metros, tan solo por un trillado itinerario de la entrada de lo que se adivinaba como un universo inabarcable para los seres humanos. La altura y grosor de los árboles, la espesa y abrumadora vegetación, las gotas de agua que caían y que creaban una tupida humedad, el fragoroso ruido que generaban los animales en la vegetación y en los árboles; la disuasoria y misteriosa oscuridad que nos rodeaba y todo, absolutamente todo lo que sentí en esa brevísima exploración fue una de las más impresionantes experiencias que he vivido, a pesar de que tan solo nos asomáramos al borde de ese impenetrable universo. En mí todavía permanece el recuerdo de la emoción que sentí tan solo asomando la cabeza a la selva, mientras que las ruinas mayas las olvidé pronto. La descripción de la selva que hace Sepúlveda, tan sobrecogedora, con sus monstruosas criaturas (sobre todo anacondas y gigantescos peces), me ha traído a primer plano mi recuerdo de lo que supuso mirar una selva de frente (que no dentro).