LOS MICROVIAJES
A Segovia: día 2.7
Sábado, treinta y uno de agosto de dos mil veinticuatro
…Conseguí llegar a Pedraza. Antes, mientras avanzaba, la tormenta amainó e incluso escampó. El pueblo, aunque mojado, no parecía que hubiera soportado demasiada inclemencia. La temperatura había descendido hasta el frío. El ambiente era gris, desapacible, invernal y absolutamente asqueroso.
Pero no era ese el problema, sino que yo me había descentrado. La tensión que había sufrido me quitó las ganas de tomarme la visita al pueblo con buen ánimo. Decidí caminar caprichosamente de calle en calle hasta la plaza primero y el castillo después. Visitarlo costaba ocho euros y no entré, no tuve ganas. Después me he enterado de que había obra de Zuloaga, pero en ese momento no lo supe. Además, ni siquiera estoy seguro ahora, cuando escribo esta crónica.
Sí, era un pueblo agradable de arquitectura interesante, historia y casas monumentales, aparte de la plaza y el castillo, como lugares de referencia.
Algunos turistas salían de los restaurantes y callejeaban; eso hacía yo, pero me había saltado la comida y eso también me desvitalizaba (y cabreaba un poco).
Decidí continuar con la ruta prevista. La siguiente parada era Sepúlveda, a 25 Km.
Cuando iba recoger el coche en un aparcamiento a la entrada de la ciudad, delante de mí caminaba una pareja en la treintena, me pareció, que me resultó peculiar y hasta me hizo pensar: él, delgado y de imagen que sin ser vistosa resultaba homologable en un marco de la más aburrida normalidad; ella, sin embargo, anormalmente gorda y pesada, e igualmente homologable en un entorno de la más corriente anormalidad. De algún modo esa pareja de turistas rurales, seguramente interesados en esas cositas peculiares que tienen los pueblos y que tanto gustan a los memos, cuestionaron mis firmes convicciones: tengo muy interiorizado que los integrantes de las parejas tienen que parecerse entre sí y, sobre todo, físicamente, para que sean posibles, Bueno, pues no, esa pareja desmontaba mi cómoda convicción. Mis parejas, a lo largo del tiempo, siempre fueron homologables y eso tranquilizaba mi superflua necesidad de afirmación social. También estaba el deseo, que, si no era hacia una mujer presentable (y homologable, otra vez), pues nada, que no aparecía y entonces me iba con viento fresco. ¿Sobre cuantas convenciones he construido mi vida? Muchas, sin duda. Recuerdo ahora que, hace años, Naty y yo paseábamos por la Avenida Michigan, de Chicago, y un tipo se acercó a nosotros para decirnos que éramos la pareja más cool de la Avenida (quizá fuera un friki, pero lo dijo); y le creímos, cómo no, nuestra acendrada vanidad no nos habría perdonado la incredulidad. Éramos pareja y homologables, nos parecíamos, y además éramos atractivos; yo, luego ya no, porque me hice viejo (los viejos solo nos parecemos a nosotros mismos); y nuestra pareja se fue a la mierda por falta de sintonía estética, quiero pensar. Ahora ya no tengo ese problema: ni mujeres, ni parejas, ni deseos ni nada de nada. Ahora yo solito, con la única exigencia de combinar bien con los espejos que me vaya encontrando.
En el exiguo escaparate humano que me encuentro en la senda por la que paseo a diario, a veces, insólitamente, me encuentro con parejas de setenta años agarradas de la mano, que sí, que son muy parecidos (delgados y resecos ambos), pero impresiona su silencio y la cara de amargados que llevan ambos. Me pregunto: ¿es necesario vivir en pareja en la vejez, y juntar dos desolaciones homologables? Me parece que no, que la despreciable vejez mejor en soledad, como si fuera la lepra…
La Fotografía: En un maravilloso espacio expositivo, el Centro Santo Domingo, de la Fundación Villa de Pedraza, exponían dos artistas maduros: Carlos Muro (el pintor de los grises) y José Manuel Belmonte (el escultor de lo mágico); así definía el cartel a esos dos artistas. Ambos tenían repercusión internacional con numerosas exposiciones y premios, aparte de depósitos en museos. Sus obras eran sobrias, de fuerte expresividad y calidad de factura; tanto el pintor que partía de formatos, textura y cromatismo fotográfico (blanco y negro), en los que combinaba un naturalismo directo e intimista, además de plasmar una geografía humana y situacional de raíz popular. En cuanto a Belmonte, exponía cuatro grandes esculturas de concepto clásico y proyección mágica tanto por lo que representaban como por el título: El hombre pájaro, creo recordar que se titulaba la serie. La visita a la exposición me tonificó un poco. Solo por haberla visto mereció la pena llegar hasta allí, a pesar de los riesgos que corrí en el camino (qué sería de los viajes sin riesgos, apenas nada).