Sitios habitados por la melancolía…
Tengo sensaciones contradictorias hacia los graderíos. Vacíos sugieren o prometen representaciones, las que sean, que pondrán en juego ficciones, pasiones, en definitiva historias humanas. Llenos me resultan sofocantes, están concebidos para que la gente, colocada en perfecto orden, dirija la mirada y la atención hacia un mismo punto; el espectáculo será igual para todos y en consecuencia casi todos sentirán lo mismo o muy parecido, al unísono.
al día siguiente (dieciocho de marzo), lo primero, la Casa de la Música, creación del arquitecto Rem Koolhaas. Espléndido edificio. Las construcciones de arquitectura contemporánea, innovadoras, originales, espectaculares la mayoría, insertadas en viejas ciudades, me parecen uno de los síntomas de modernidad más alentadores y estimulantes. Estas implantaciones o injertos de nuevos conceptos en tejidos cansados, son una prueba inequívoca de que las ciudades que se atreven no están muertas, y eso es tremendamente excitante para la mirada de los viajeros como nosotros. Lo pasamos muy bien fotografiando la Casa de la Música, de Oporto, o Porto (las ciudades sólo deben tener un nombre, que no es otro que el que le den sus habitantes). Creo.
El lunes por la tarde once de mayo, salí con la cámara por mi ciudad. A medida que caminaba y me adentraba por las calles comprobé que me pesaban los pies. Caminaba lentamente. El ánimo también se arrastraba detrás de mí, sin ganas, y ni siquiera me daba sombra. Hice un ímprobo esfuerzo para no pararme indefinidamente e incorporarme a la decoración urbana como objeto indefinible. No lo hice porque seguro que me habrían retirado por la noche como un cachivache abandonado. Cerca del río vi unos gallos y gallinas y me dije: –los fotografiaré-, pero se escondieron a toda prisa. Desistí y seguí adelante. En el patio delantero de una sinagoga me senté a descansar. Dejé la cámara a mi lado. Llegó un numeroso grupo de turistas; uno de ellos, obeso y mayor, se quedó mirando la cámara, aparentemente con admiración: la miró desde todos lados y dijo unas palabras incomprensibles; me hizo un gesto de aprobación que agradecí con una leve sonrisa. Se marchó, yo también. Seguí caminando por calles y calles, pero no encontraba nada que me llamara la atención. Tampoco mi cabeza conseguía articular nada que pudiera parecerse a un pensamiento. Hice dos rollos (veinte tomas), simplemente porque sí: a veces tengo la sensación de que mi idiotez crece y crece, si eso es posible, porque espacio disponible ya no debe quedar mucho. Harto de deambular sin ganas volví a mi casa, dos o tres horas después. Una vez revelados los dos rollos, confirmé que diecinueve de las veinte tomas no valían absolutamente nada; aunque lo supe inmediatamente después de pulsar el disparador, e incluso antes. A todas las condenaré a perpetuidad al cajón de las fotografías inútiles, salvo a ésta, que fue la primera que realicé la tarde desganada. Por qué? quizá porque denota una atmósfera de frialdad inhóspita e inquietante. Es un pequeño y desapacible escenario en el que hay un banco en el que no apetece sentarse; su único sentido parece que sea rellenar el hueco del fondo. O tal vez todo lo contrario y pueda sugerir un espacio para el descanso meditativo y hasta poético. Es igual lo que la fotografía diga o no; a mi me gusta lo suficiente para salvarla. En cuanto a lo público: todo dependería de que la señalara alguien a quien se le escuche, o que yo emitiera en una longitud de onda grandiosa y universal. En fin, nunca se puede estar seguro de las razones del sí o del no.