Campo de enigmas…y al final del camino: la tumba…
DIGRESIÓN UNA (3ª). El pintor de batallas (2006). Arturo Pérez Reverte. También vive en esta historia Ivo Markovic, un croata doliente por la conjunción de tragedias que han arrasado su vida y que representa en esta magnífica historia al aciago destino, y todo, según el croata, por una fotografía suya, en plena campaña de la guerra servo-croata tomada por Faulques. Esta fotografía casual resulta el detonante fatal de una cadena de consecuencias que se suceden en una vida y que en su conjunto pueden parecer monstruosas pero que en esencia, solo son irrelevantes, sencillamente porque como diría Breton: –la vida siempre está en otra parte-. Sin Markovic, personaje misterioso y huidizo, la historia no sería posible, a pesar de la importante indagación sobre arte y fotografía que se desarrolla de principio a fin. En clave literaria, por supuesto. Ivo Markovic, heraldo negro poderoso e inexorable, es la piedra angular sobre la que Reverte construye su historia. Ah, y la fotografía, la cuarta dimensión de esta inquietante novela, como dice la Ferrara: «Tus ojos, tan sobrecargados de funciones defensivas, quieren pedirle cuentas a Dios con sus propias reglas. O armas. Quieren penetrar en el Paraíso, no al comienzo de la Creación, sino al final, justo al borde del abismo. Aunque eso no lo conseguirás nunca con una miserable foto». Por fin Faulques entendió que su Leica y sus Nikon le estaban conduciendo al sinsentido y las colgó; se olvidó de ellas e inició un último e inclemente ajuste de cuentas. Lo hace pintando e indagando sobre sí mismo. Viene a ser lo mismo. Escribir también podría haberle servido; pero nunca fotografiando. Me ha interesado mucho esta historia de Reverte (a pesar de la edulcorada y empalagosa «belleza» de la Ferrara) porque, a fin de cuentas, a esa mujer predestinada a la tragedia la insufla una lucidez notable. He de confesar, también, que cuando he terminado la lectura, poco después en el tiempo de haberla empezado, he sentido un cierto malestar, o más bien desasosiego, por la insalvable distancia que me separa del gran Arte, y sobre todo, de la Gran Fotografía (si es que ha existido alguna vez), esa que yo nunca alcanzaré. «Hoy, todas las fotos donde aparecen personas mienten o son sospechosas, tanto si llevan texto como si no lo llevan. Dejaron de ser un testimonio para formar parte de la escenografía que nos rodea»Arturo Pérez Reverte.
Un camino, dos senderos, un final: la tumba….
Richard F. Burton
…Esa tarde pretendí hacer unas fotografías de una artisticidad arrebatadora: sorprendentes, inquietantes, misteriosas. Creo que sólo me salió ésta. No obstante, lo pasé estupendamente tropezando e ideando fotografías fallidas. Anochecía y hacía frío, así que decidí largarme del cerro del Bú (que nombre tan bonito para un cerro). Antes de coger el coche comprobé el interés que suscita la nieve en los aficionados a la fotografía de mi ciudad; había una legión de ellos, alineados al borde de la carretera, con todo tipo de cámaras. ¡Qué impresionante uniformidad de sentido estético, o lo que sea! La verdad es que yo también había sido convocado por la circunstancia meteorológica, pero en mi caso por razones «artísticas» claro. Lo de ellos era otra cosa. Supongo…
Otra vez el catorce de diciembre, pero esta vez por la tarde. Dejó de nevar y apareció el sol. Salí a las tres en dirección al empinado cerro del Bú, desde el que se divisa la ciudad a la altura de los ojos. Subí la vertiginosa cuesta con dificultad. Me caí varias veces. Estrepitosamente. No me rompí nada y esos traspiés no impidieron que llegara al punto más alto. Una vez allí, no supe qué hacer. La ciudad aparecía como siempre, sólo que con nieve en los tejados. La novedad no me pareció especialmente excitante. No obstante, no me quedé quieto. Pasé la tarde pisando nieve e ideando composiciones que se apartaban desvergonzadamente de mis serios propósitos de fotografiar la ciudad, que era para lo que había salido de mi casa. Es curioso que todo lo que hice hasta las seis, fue lo mismo que hacía cuando empezaba a fotografiar hace treinta años. No sé por qué, pero esa tarde no me salían otras cosas. Me pregunto si era porque aún conservo impulsos jóvenes, o porque no he madurado ni evolucionado en absoluto, o porque soy un gilipollas sin remedio. O, tal vez, porque uno siempre es el mismo desde que cumple los cuatro o cinco años, más o menos (una idea tan original no puede ser mía, me parece recordar haberla leído en algún momento, pero no sé a quién), a no ser que te hayas muerto, aunque sigas respirando y levantándote por las mañanas, cosa que te puede suceder en torno a los treinta, si no estás atento y consigues evitarlo. Como lo más significativo de la tarde fueron las caídas, decidí fotografiarme así, en el puñetero suelo una vez más…