"Mi idea del paraíso es un flamente automóvil yendo a cincuenta kilómetros por hora por una carretera tranquila hacia una catedral del siglo doce". Henry James
AMOR SILUETEADO A LA LUZ DE
LA LÁMPARA
El brazo de humo, adelgazado, se extiende
hasta la otra orilla del agua y se posa brevemente sobre una
pequeña casa cerca
del bosque. Un hombre y su esposa, cada uno con su copa en la mano,
están sentados
dentro, discrepando sobre quién de los dos morirá primero.
«Yo» dice el hombre.
No, «yo» dice la esposa. «Tal vez muramos al mismo tiempo»,
dicen al unísono.
No pueden creer que estén hablando de esta forma.
Entonces la esposa se levanta
y dice, «Si fuera una artista, pintaría tu retrato»… Mark Strand
Hace ya muchos años, veintisiete, más o menos, me encontré, felizmente, con un libro titulado El peso del mundo, de Peter Handke, editado por Laia (desaparecida) y traducido por Victor Canicio. Se trata de un diario de frases cortas, impresiones, vivencias, juegos de lenguaje, que abarca desde Noviembre de 1975 a Marzo de 1977; entre los 33 y los 35 años de Handke y entre mis 22 y 24. Cuando lo leí tenía diez años más, es decir, la misma edad que Handke cuando lo escribió. Mi sintonía con ese diario fue absoluta. Me entregué a él con entusiasmo. Subrayaba sin cesar las anotaciones de Handke. Curiosamente, no mucho después, lo olvidé completamente; no al autor, al que me he seguido acercando en ocasiones. Sin embargo, ya no he vuelto a conectar con él como lo hice en El peso del Mundo. El propio Handke, en una nota introductoria titulada con mucha propiedad como (A quién corresponda), dice: «me ejercité en reaccionar de inmediato con lenguaje a todo lo que me sucedía, y me di cuenta de cómo en el momento mismo de la vivencia -en ese instante, precisamente- el lenguaje revivía y se hacía comunicable…». Finalizaba la nota con esta aclaración: «El problema de este diario es que no puede tener final, por eso debe interrumpirse. Un final declarado equivaldría a consentir abiertamente en el olvido que es eterno». Pienso lo mismo del mío (que no puede tener final), pero por esa misma razón no me atrevo a interrumpirlo; no vaya a ser que el manto del olvido caiga sobre mí y resulte herido mortalmente…
(domingo por la tarde) El pasado día 8, en este diario, me preguntaba quién era un tipo vuelto hacía la cámara (presuntamente yo) en Caparica. Exactamente veinte años después (menos un mes) esta fotografía, realizada supuestamente en el mismo lugar y con la misma cámara, añade sospechas sobre mi identidad y la del escenario: si somos los mismos ya no lo parecemos. Nadie podría asegurar que haya un sólo elemento común en ambas; a no ser que se analizara el ADN de la Canon A1 (porque yo no me voy a dejar). Caparica ha sufrido agresiones y a mí el tiempo también me ha atacado: cada vez me alejo más de mundos ilusorios y el cansancio va tomando posiciones. Aunque no todo son malas noticias, porque el tiempo me ha regalado la sensación de sentirme más cerca de mi mismo, de lo que deseo, y, sobre todo, tener cada vez más claro lo que no quiero hacer.
El único y último sentido que puede tener crear algo inexistente hasta el momento en el que ve la luz en el visor de una cámara, papel en blanco (ahora pantalla), materia o soporte cualquiera, es el de dar cuenta de una vida: la propia. Lo demás es otro asunto: pedidos de ávidos compradores o coleccionistas, tesis sociológicas, tecnociencia, evolución en la historia del arte (no necesariamente progresiva), exigencias socioeconómicas, moda, y más, muchas cosas más. Pero no, todo eso es lo de menos (creo); a mí lo que me interesa es levantar acta de mi vida a través de lo que pueda hacer (o crear), no basta con reproducirse (eso es fácil, más o menos). Es una cuestión de vida o muerte, nada menos. Que el resultado sea aceptado o no carece completamente de importancia para el creador; ejemplo: qué valor puede tener para Kjell Askildsen que a mí me entusiasme su obra: ninguno. Lo único que razonablemente puede importarle, es lo que él tiene que «hacer» para así poder vivir. «Hay algo muy satisfactorio en producir algo que sabes, mientras lo haces, que va a ser bueno, y que, cuando lo has acabado, sabes que es bueno. Entonces no se puede negar que la vida se vuelve un poquito más pobre cuando uno ya no consigue esto». Kjell Askildsen
Estos últimos días estoy de muy mal humor. «El hombre verdaderamente libre es el que sabe rechazar una invitación a cenar sin dar excusas». Jules Renard. Quizá estoy cabreado porque sé que estoy lejos de alcanzar el grado de libertad del que habla Renard, a pesar de que he tenido tiempo sobrado para llegar a esa impecable displicencia y perfección. Y lo peor, es que ni siquiera nadie me invita cenar.
…Vuelvo a Gudbergur Bergsson (Pérdida, pag. 17): «Es también propio de la vejez no decir nunca la verdad, ni siquiera mentalmente y a sí mismo. Pero eso es distinto que mentirse a sí mismo y a los otros. Es incapaz de definirlo mejor que como un juego del escondite con la verdad. En la mentira suele haber con frecuencia más verdad que en la verdad misma. Saberlo es un método terapéutico que dura hasta el final de la vida». Sin duda, este juego de conceptos aparentemente contradictorios, suponen una verdad en sí misma. Me parece…