Encuentros nocturnos: sorprendí al ectoplasma sentado en un banco, pero no lo advertí en ese momento. Él solo se significó, pero no dijo nada…
En una noche de verano, lluviosa, sin motivación aparente, decidí pasear por un parque con el flash montado en la cámara. La forma semicircular del banco vacío y mojado resultaban ineludible. Fotografié impunemente pero, una vez revelado, me encontré con algo que ni siquiera intuí: un Ectoplasma que decidió hacerse visible en mi Plus-X. Por un momento estuvimos frente a frente, él me vio y yo a él no; desde entonces vive en mi archivo.
Por qué me gustarán tanto las esquinas?
«Soy incapaz de distinguir entre el sentimiento que tengo de la vida y el modo en el que lo expreso». Henri Matisse. …Ayer empecé a escribir sobre una improbable palabra angular que concentrara todas las posibles e imposibles esencias de la ciudad (de la que me siento parte y extraño al mismo tiempo). El mito de la dualidad otra vez: dos en uno, o al revés. Dos sombras sobre una pared remota y la noche como probabilidad. Qué mejor iluminación que la penumbra, o tal vez la oscuridad absoluta, y, un poco más allá, la tenue luz de lo intuido o apenas vislumbrado…
Una imagen todavía viva en mi memoria: domingo por la tarde de un mes ya casi primaveral. Estamos en 1969 ó 1970, son las 4,30 de la tarde. En la plaza de la pequeña ciudad de provincias se reúnen los adolescentes nerviosos y con las caras invadidas de espinillas. Nosotros somos 3 ó 4, tal vez 5; miramos en torno nuestro con inseguridad y desconfianza hacia otros grupos que sabemos mucho más hábiles en el trato con las chicas. Ellas, también en círculos, miran de reojo y urden estrategias. Se está preparando el final de la tarde: cuando empiece a anochecer algunos de nosotros habremos logrado colarnos en el último piso de este edificio. Aún no lo tenemos claro; todavía no sabemos si lograremos pasar al guateque» (siempre eran otros los que decidían: tú pasas, tú no).
Cuando nuestra insulsa pandilla conseguía entrar en el sagrado local de luz roja y música bailable, procurábamos arrimarnos mucho a las chicas que habían accedido a bailar con nosotros. Luego, a las 10 de la noche, cuando volvíamos a casa, comentábamos excitados la experiencia y nos reíamos del tremendo y saludable dolor de testículos que nos habíamos ganado; era nuestro botín, pero lo que más nos excitaba eran las fabulosas expectativas que se abrían para el próximo domingo por la tarde, y que alimentábamos toda la semana, aunque no supiéramos si lograríamos franquear la puerta de la sala de los deseos teñidos de rojo.
…Ya era noche cerrada cuando llegué a otro punto de la ciudad; esta vez en el centro. El lugar es nuevo. Se puede ver por fuera, pero no por dentro (creo que aún no lo han terminado). A plena luz del día resulta una construcción equilibrada y original; irreprochablemente diseñada y trabajada, de una belleza austera y sugestiva. Sin embargo, por la noche, las sensaciones cambian y la claridad y pulcritud se transforman en inhóspitas y desangeladas: las líneas y voladizos se pierden en la negrura, los volúmenes componen espacios fríos e inquietantes, las aberturas a ninguna parte en sus muros completan una escenografía desapacible. En ese escenario fantasmal las figuras, ateridas, se perdían presurosas, succionadas por escaleras y ascensores.
4 de Septiembre de 1978, lunes, 17 horas: me enterraron en el cementerio de la ciudad. No nací aquí, pero sí en un pueblo cercano. No me pareció mal que lo hicieran así; a mí los sitios me daban lo mismo, pero al fin y al cabo en este cementerio estaban enterrados mi padre y un hermano que murió joven. Así era en los años 40, en todas las familias había un hijo o hermano que había nacido para morir pronto, cuando apenas empezaba a vivir. El mío se llamaba Julio. Cuando la desgracia llegaba, ya todo se teñía de negro y era un poco más triste y sombrío que antes. Este lugar queda a la izquierda del camino por el que me llevaron al cementerio.