El inaprensible sentido del humor…
BERLÍN (del cuatro al nueve de agosto de dos mil quince). Foto 7
Todos miraban al río Spree, sentados en hamacas y tomando combinados o cervezas. Nosotros también. La diferencia era que los demás parecían felices, mientras que yo no sabía si lo era o no. Tenía mi aparatoso equipo fotográfico junto a mí, con el que había llegado tirando penosamente por la orilla del río. Y, claro, me sentía en la obligación de dar utilidad a tan arduo empeño. Por más que miraba frente a mí mientras consumía un mojito, pues nada, que no veía causa alguna. Monté mi vieja cámara grande en el trípode y miré por el visor, pero por allí no se asomaba nada ni nadie que nos hiciera felices, ni al visor ni a mí; como lo parecían los que solo se ocupaban de sus respectivos mojitos o de lo que coño tomaran. De vez en cuando pasaban barcos atestados de turistas que bobaliconamente saludaban moviendo los brazos. Los de la orilla no les hacíamos ni caso. Pero claro eso no me parecía razón fotográfica seria para un «artista» profundo como yo. Mientras pedimos el segundo mojito se sentó a nuestro lado una pareja joven; él tenía buena pinta, a ella le sobraban diez o quince kilos, para mi gusto claro, que no para el novio, supongo. Durante un buen rato no pasó nada. Ellos a lo suyo y yo a mi mojito y a las invisibles causas fotográficas que no se habían acercado al rio esa tarde. Cuando viajo con mis pesadas cámaras siempre busco y busco (no, no soy Picasso porque él no lo necesitaba, simplemente encontraba, según decía, pero es que él era muy artista). Por fin, el muchacho, el novio de la gorda, debió intuir mi imperiosa necesidad de encontrar una explicación del porqué había venido tan cargado desde tan lejos y ofreció su pie al ángulo inferior derecho de mi visor, primero un poquito, tímidamente, y luego decidido, sin duda ni pudor. Fotografié, por supuesto, y me sentí un poco más tranquilo. Para redondear el acto «creativo» debería titular mi paciente y azarosa composición: -pie izquierdo del novio joven de la chica con sobrepeso-. Pero no lo haré…
…Vuelvo al parque de -El Retiro-, antes de -retirarme-, aunque eso creo que ya lo he contado hace un rato (días). Pero bueno, como fotografié un poco más antes de irme, y ésta imagen me parece graciosa, quiero colocarla a toda costa. Sin embargo, poco tengo que decir a pesar de las lecturas, también graciosas que puede suscitar. Por ejemplo: el clasicismo anodino del grupo escultórico de la izquierda; ordenado, sólido y muerto ya, en contraste con la inestabilidad de lo vivo (a la chica le costaba mucho mantener el equilibrio inverso, como a todos). Ya estaba bien de asociaciones simplistas por hoy, me vuelvo a mi casa; allí lo tengo todo controlado (más o menos), aunque también me cuesta mantener el precario equilibrio en mi mundo al revés.
DIGRESIÓN DOS: 3.3. Breaking Bad. He sentido una creciente simpatía hacia el protagonista; he creído entender bien lo que hace (también Jesse, aunque a veces me resulte irritante) porque encarna a un ser irreductible que es capaz de sacar fuera el genio transgresor que supuestamente llevamos dentro (salvo los memos irredentos) y lo consigue con una inteligencia y valentía deslumbrantes. Soporta situaciones extremas una y otra vez. Nunca se rinde. El que la hace la paga. Claro, como a todos nos gustaría: ajustar las cuentas a todos los hijos de puta con los que nos vamos tropezando. Al menos a mí me habría encantado poseer ese brutal sentido de la lógica justiciera; aunque como he llevado una vida tan plana, tan simple y previsible, nadie me ha hecho ninguna gran putada que mereciera un gran gesto. Es fácil ser «bueno» por defecto, por impotencia, cuando ni se sabe ni se puede ser otra cosa. Por eso resulta tan ridícula la «maldad» de los insignificantes. Ha resultado inevitable que Walter me haya creado ensoñaciones heroicas. Es lo que tienen las historias estupendas, las que excitan sentimientos primarios, luego esenciales, las que cuentan aventuras peligrosas, vengativas y justicieras. Nos transportan a la infancia, al elemental mundo de los «buenos y malos», a la heroicidad que querríamos haber tenido y no, ni mucho menos. He visto esta serie gozando cada minuto, me he sentido como un niño ilusionado, que es de lo que se trata, ahora que todo se acaba. Estaban los malos, que lo eran, y luego el más supuestamente «malo», que no, porque solo es un hombre que lucha denodadamente para no morir de cualquier forma, estúpidamente, como había vivido. Cuando a mí me diagnostiquen el ineludible cáncer, ese que nunca falta a la cita, me asustaré y me meteré debajo de la cama, seguro; no podré ajustar y ajustarme las cuentas haciéndome el favor de hacer lo que nunca me he atrevido (que no sé muy bien que podría ser) y si eso supusiera que alguien pudiera perecer, pues mala suerte para él. La clave, al final, como se sabe desde el minuto uno, a pesar de que Walter repita que todo lo hace por la familia (ah, siempre esa dichosa historia de la familia, esa falacia que tantas bajas o altas pasiones encubre), es que lo hace por sí mismo, para sentirse vivo y porque es muy bueno en lo suyo y eso tiene que quedar claro. Por eso me ha entusiasmado Breaking Bad, porque es un grito existencial y pleno de sentido de un hombre frustrado que siente a la muerte detrás ominosa e ineludible (en dos años vive más y mejor que en los cincuenta anteriores). Puede que todo lo que he escrito sobre esta serie sea un tanto simplista y tal vez infantil, pero de eso precisamente se trata, de conseguir entusiasmarse con lo que quizá no sea «sublime» sino tan solo elemental pero arrebatadamente presentado. Nada menos. Ah, y por si fuera poco, la serie está realizada en Nuevo México, donde he hecho fotos apasionadamente (las de estos tres últimos días de digresiones entusiastas, son de allí).
Un día, hace ya algún tiempo, recibí un correo en el que me invitaban a exponer en un espacio dedicado a la fotografía (no sé muy bien la importancia del sitio, sólo sé que allí han expuesto fotógrafos de un cierto interés, aunque no de «primera fila»). Como no suelo recibir invitaciones de ese tipo, me dejé llevar por la autocomplacencia y dije que sí; luego me arrepentí, pero como siempre procuro cumplir con lo que me comprometo, sigo adelante con el innecesario esfuerzo. Ahora recuerdo una frase dicha por Burt Lancaster, en un western de serie B: «un hombre de mi carácter siempre hace lo que dice». Bien, Burt, aunque no recuerdo como acabaste; probablemente cayéndote del caballo. Me estoy apartando de lo que quiero contar: para preparar la dichosa exposición (es dentro de tres meses), me acerqué a la tienda donde enmarco mis fotografías: saludé al dueño (de mi edad, más o menos) y le pregunté qué tal estaba, a lo que me contestó muy serio: bien, y esperemos que dure. No sé por qué me llamó la atención su respuesta y el tono que dio a la misma, sobre todo el tono.
Nos alejamos lentamente de la plaza por la calle principal. Había mucha gente, aparentemente veraneantes, paseando tranquilos. Nos sentamos en una terraza a mirar un rato y luego, aplanados por el sofocante calor, reanudamos la marcha. En algún punto de la calle apareció un grupo de caballistas; fotografíe apresuradamente y poco, la cámara es tan endiabladamente lenta que apenas si conseguí dos o tres tomas. No supe dónde iban tan elegantes sobre sus airosos caballos entre la gente.