...en un montículo de la abandonada finca, los árboles resecos, polvorientos. Todo había terminado ya…
Fotografié una piscina abandonada que estaba a unos trescientos metros de la casa, en un montículo reseco, rodeada de árboles polvorientos. No vi nada más y decidí marcharme del lugar pero no sin antes dar una última vuelta por la explanada. Desde lejos, divisé a una mujer anciana, con el pelo blanco desgreñado, que salía de la casa principal, se aferró con las dos manos a la verja que rodeaba un pequeño patio, y me miró, intensa y desafiantemente. Me quedé paralizado, no me atreví a seguir avanzando ni a sacar mi cámara. Ahora lo entendía, sí, mis sensaciones tenían explicación; aquel lugar estaba marcado por fuerzas situadas al borde de un precario equilibrio entre el pasado y el presente, entre la razón y la locura. Un tiempo después, un amigo, me contó que la propiedad la habitaban dos mujeres ancianas trastornadas que eran hijas de los antiguos dueños. Antes de salir, algo asustado, por el camino bordeado de árboles muertos que apenas si podían sostenerse en pie, los fotografíe, y a cambio, me ofrecieron la imagen de su alma en pena pálidamente reflejada a su espalda.
LAS OVEJAS MILENARIAS IV. Me dijo que los problemas y la consiguiente decadencia empezó con la llegada de la democracia. A partir de esa frase tan impresionante la hice notar que estaba vivamente interesado y probablemente dispuesto a colocarme de su lado. Ella captó mi empatía y comenzó a elaborar un discurso en el que desarrolló su teoría sobre cómo la democracia había resultado nefasta para el país, para su finca y, quizá, también para ella misma. Al parecer -según afirmó- su finca se había visto invadida impunemente por gentes sin escrúpulos que hicieron daño a la propiedad. Según argumentó pausadamente, el problema radicó en un fatídico desajuste entre las súbitas libertades sociales y políticas que aparecieron a mediados de los setenta del pasado siglo y la incapacidad de la sociedad para asumirlas, por evidente insuficiencia de educación cívica y respeto a la propiedad privada (me estaba señalando, la muy ladina). El equilibrio era imprescindible para que todo saliera razonablemente bien -dijo- pero no, no fue así. Escuché atentamente, sin nada que decir y mucho menos nada que alimentar a imprudentes e innecesarias polémicas (me había colado en su casa). Por otro lado, como no estaba en completo desacuerdo con ella, la animé a que continuara. Era el único modo a mi alcance en esos momentos de paliar mi intromisión. Charlie Brown iba y venía. Me encontraba ante una persona que parecía al borde del desequilibrio; perdida, abandonada entre escombros, aparentemente sin agua ni electricidad, pero con argumentos en los que creía y que debían aportarle fuerza para resistir a la desesperación que flotaba en el ambiente…
LAS OVEJAS MILENARIAS y V. Siguió desgranando sus peculiares y consoladoras teorías: -antes, existía mayor orden en la sociedad y cada uno sabía el puesto que ocupaba. Los oficios, por ejemplo, estaban más y mejor ordenados; el herrero, era herrero; el carpintero, carpintero; y así todos, buenos en sus oficios y la sociedad mejor organizada. Había una autoridad y orden que ahora falta. En este tiempo todo es confusión y desorden. Y, sobre todo, en el mundo de los políticos, una pandilla de oportunistas iletrados. Ahora ha aparecido gente nueva, con otros planteamientos, que naturalmente tienen todo el derecho de estar e intentar hacer prevalecer sus ideas, pero primero deberían formarse adecuadamente-. Después de quince minutos de charla en los que me mostré atento y respetuoso con sus tesis sociológicas y políticas, ella parecía relajada y cómoda conmigo (escuchar nunca falla). Entonces decidió informarme, con una cierta sorna: -las gafas que busca las tiene usted en la cabeza-. Me llevé la mano y ahí estaban en la parte superior de mi gorro contra el frío. Le di las gracias muy contento; había sido ella quien las había encontrado, pero cuando le dio la gana. La pregunté, porque me interesaba volver al sitio dado que el descuido y la ruina lo han convertido en un lugar extraño de desnuda y casi metafísica belleza, que si estaba allí siempre, a lo que me contestó, escueta e inteligentemente, que solo a veces. La pregunta, que buscaba información cierta, me remitió a la absoluta incertidumbre. Con su aplomo y firmeza dominó la situación en todo momento pero yo al menos me llevé algo que antes no tenía: una estrambótica experiencia, de las que a mí más me gustan. Charlie seguía yendo y viniendo, impaciente ya. Me despedí diciéndola que había estado encantado de conocerla y casi corrí aliviado hacia donde tenía el coche, seguido por «El Chuchi». Todo había acabado bien.