"Confiemos/que no sea verdad/nada de lo que sabemos". Antonio Machado

A lo largo de más de setecientas páginas y muchas horas de lectura, disfruté de prodigios que me habría encantado vivir. Me gusta y necesito leer ficciones mágicas, pero que transcurran en este tiempo, que al fin y al cabo es el mío. Reconozco que me sirvo de los demás para acercarme a improbables dimensiones de la vida. Esa pasividad parasitaria no me satisface del todo, así que la combato incansablemente, ayudándome de mis viejas cámaras, buscando indicios, señales, pistas que me lleven a escenarios donde pueda atisbar, aun fugazmente, la belleza, el misterio de las preguntas sin respuesta. Aspiro, no sólo a contar lo que intuyo y que se resiste a mi mirada, o sencillamente me es negado, sino a conseguir a través del intento fotográfico, no siempre cierto, penetrar en los sueños, en los secretos y en la aparentemente tangible materia fotografiada. Uno de mis más fervientes deseos siempre ha sido acercarme a lo otro, cuando intuyo que también podría ser lo mío; aunque resulte tan incierto. Mientras, las historias de autores como Murakami son inexcusables porque, sin ellos, la vida es infinitamente más pobre, para los que ya somos pobres de por si.

…que se me ocurre MELANCÓLICA. Esta mujer, desconocida para mí, engañosamente alegre y despreocupada, quizá porque se encuentra en un escenario festivo; no me sugiere lo que parece aparentar. En el dibujo del tiempo en su cara, la morfología de su rostro, y la expresión relajada pero ausente, podría ser la imagen misma de la melancolía. Pero, a fin de cuentas, sólo es una impresión o mera sugestión y, en el mejor de los casos, literatura. Escribir sobre imágenes que dicen por sí mismas, entraña la dificultad y el peligro de la obviedad, o el clamoroso error de apreciación. De cualquier forma eso es lo de menos, sobre todo para los que no estamos en Wikipedia, porque nuestra invisibilidad nos protege del sinsentido de la responsabilidad y de las miradas ignorantes…

Era un domingo de atmósfera húmeda que invitaba al recogimiento y al susurro, a la confidencia y a los sueños. Me llamó la atención el magnífico perfil del hombre. A la mujer no la recuerdo, será por eso por lo que ha escondido su cara en la fotografía (mi cámara tampoco reparó en ella). Sentí la imperiosa necesidad de fotografiarlos aunque el gesto podía resultar sospechoso en aquel lugar; no obstante lo hice. Ellos no se percataron, pero sí la gente más próxima que me miró incómoda. La extrema lentitud de mi cámara, no muy apropiada para situaciones urgentes, la compensa con una especial sensibilidad para indagar delicadamente en los intersticios de lo aparente. Fuera llovía copiosamente.

Tenía un espectacular sentido del ritmo.
Cuando realicé esta fotografía sólo apliqué la elemental técnica aprendida: fijé las condiciones de exposición, establecí una adecuada distancia, encuadré, enfoqué y disparé; lo habitual. La cámara aportó lo suyo. Finalmente apareció este hombre revelado. Sus tambores ya no se oían, el sudor ya se había secado y la distancia había colocado la escena en el recuerdo y en los haluros. Me pregunto:
¿qué supe de este hombre en el momento de hacer esta fotografía apresurada y nerviosa?
¿Qué sé ahora ?
NADA.
¿Necesité saber algo de él?
NO.
¿Le molestó que le fotografiara?
NO (al menos no manifestó disgusto).
¿Me gustó hacerlo ?
SI.
¿Es suficiente.?
SI.

LOS HOMBRES QUE TOCABAN Y CANTABAN RUMBAS. Nada supimos de la aparente tristeza del percusionista.
Paul Valéry dice que «lo más profundo del ser humano es la piel». También lo creo; y además el cuerpo, y la boca, y los ojos, sobre todo los ojos, los que miran y los que no, los que sugieren enigmas y los que revelan secretos. Hay más información en una mirada que en todo el sistema celular que la sostiene.

HOMBRE QUE COME SOLO EN CONEY ISLAND. Sí, este hombre está comiendo, aunque no lo parezca. Llegó a un bar de playa, se sentó en la barra, pidió bebida, sacó de una bolsa de plástico un recipiente con comida y se concentró en comer. De vez en cuando hablaba con una camarera que servía zumos o combinados de fruta en unos vasos desmesuradamente grandes, una especie de probetas de un metro de largo y colores chillones. En algún momento tuve la impresión de que a este hombre le gustaba la camarera; aunque prestaba más atención a la comida que se había traído de su casa (supongo).