La cobardía me ha conformado, desde mis remotos tiempos hasta este preciso instante…
EL CUENTECITO DEL OCHO DE SEPTIEMBRE VII. Por cierto, hay que ver la mala leche que tiene Charlie. A las tres y media de la tarde nos sentamos los dos en los escalones de la puerta del edificio mientras me tomaba un bocadillo y una cerveza. En esto llegó una señora de mediana edad que se quedó fascinada con la belleza de Charlie Brown y, antes de que pudiera evitarlo, alargó la mano para tocarle. Charlie le lanzó los dientes gruñendo con un gesto vertiginoso. Menos mal que decidió no cerrar la boca (nunca lo haría, me parece) porque parte de su mano estuvo entre sus dientes. Es su manera de decir que nadie debe tocarle sin pedir permiso. No le gusta nada el contacto con desconocidos y mucho menos con los que se toman inapropiadas confianzas. Bueno, no pasó nada. Azorado por la reacción lógica pero extemporánea de Charlie pedí disculpas a la señora, que no se enfadó en absoluto. Se marchó no sin antes volver a decir que era un precioso perrito. Volvimos dentro y aún seguimos tres horas más…
Mi fracaso escolar siempre me ha obsesionado; llegó a unos extremos que se podrían asociar a un caso de profunda subnormalidad. Lo que ocurrió es que como a nadie pareció importarle mucho, me permitió pasar desapercibido (aún sigo consiguiéndolo sin demasiado esfuerzo). Como decía, mi obsesiva fijación me ha llevado a visitar, muchos años después y siempre que he podido, mis viejas escuelas. Ésta, por ejemplo, es la escalera del colegio donde estuve tres años: la primera vez con nueve y una segunda, dos cursos, con trece y catorce. Era un lugar tétrico, exactamente igual a como aparece en esta fotografía, muchos años después. Pero no, el siniestro aspecto y su muy baja calidad de enseñanza, no fue la causa de mi fracaso: ese ya lo llevaba yo conmigo desde que nací; en el mejor colegio del mundo yo habría sido el mismo. Uno es quién Es, ineludiblemente.
MEMORIA ESCOLAR Mi segundo colegio años. En este edificio sombrío, en una clase donde habitaba el silencio, los alumnos éramos siluetas sin contornos. No teníamos nombre. El profesor era un tipo viejo, cojo, católico, excombatiente y siniestro. Se llamaba D. Luis. A veces leía un libro de texto, sin preocuparle demasiado si le escuchábamos o no. Nos pellizcaba en la entrepierna y golpeaba nuestras cabezas con un mechero metálico.
…Pues sí, lo que dije ayer, el día cuatro, jueves, revelé negativos exactamente el tiempo que predije: de las siete y media de la mañana a las dos. Luego, durante la tarde, analicé resultados. No sé qué pensar. Porque ya no sé si subo las escaleras o…
…Por supuesto que las había, algunas. No suelo fallar en esas intuiciones. La primera, nada más entrar, ésta. Aparentemente no parece que contenga nada, pero sí, ya lo creo que sí. Apenas es preciso contarlo porque ya lo hace la fotografía: la irregular y especial concepción de la escalera, los rincones y las sombras, lo que se ve y lo que se entrevé, la atmósfera agonizante. También, la interpretación de la película para ese escenario (las películas, sabiamente, siempre suelen hacer lecturas precisas y adecuadas de cada situación). Hay más imágenes…